Archivo de la categoría: Clásicos

Milan Kundera – Hacer ligero lo pesado

La cirugía lleva el imperativo básico de la profesión médica hasta niveles extremos, en los que lo humano entra en contacto con lo divino. Si le pega usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en cuestión cae y deja definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna vez iba a dejar de respirar. Un asesinato así solo se adelanta un poco a lo que Dios se hubiese encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios contaba con el asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que alguien iba a atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado, meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre. Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la piel de un hombre previamente anestiesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de sacrilegio.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera

Franz Kafka – Una interpretación anticapitalista

En diciembre de 2011 fui a Praga. Tuve suerte porque el invierno no había llegado todavía, y por tanto pude pasear sin dejarme los huesos. El motivo de mi viaje no tenía que ver con Frank Kafka, pero sí con la literatura. Quería ver los lugares donde unos resistentes habían conseguido matar al nazi Heydrich, tras leer el libro HHhH de Laurent Binet. Pero esa es otra historia.

Casa donde Kafka escribió Un médico rural

Aprovechando que andaba por allí, me paseé por el recuerdo de Kafka. Por si se me pegaba algo, vamos. Y hubo suerte. Al llegar al Pasaje Dorado vi que, en la casita donde el escritor había pasado muchas horas de trabajo, había una librería. Uno no es fetichista per sé, pero había que hacer algo y compré Un médico rural – Pequeños relatos. La elección del título fue casual (bueno, no del todo: los demás ya los tenía), y resultó que las letras de ese libro eran las únicas que Kafka escribió en aquel cuco nº 22.

Para los que no hayan leído Un médico rural, dejo el enlace a la biblioteca Ciudad Seva donde podréis encontrarlo. Aquí.

Lo que sigue a continuación es una interpretación mía, ayudado por un litro de cerveza tostada de U Medviku. Pero me cuadra. Eso sí, no dejéis de leerlo si no queréis que os lo destripe a spoilers.

Una interpretación anticapitalista de «Un médico rural»

Punto de partida: un médico rural recibe una llamada urgente. Ha caído una tormenta de nieve y la casa a la que debe llegar está a diez millas. Además, su caballo murió ayer. Pide ayuda entre sus vecinos, pero nadie puede hacer nada por él.

Aparece el capital: en su cochera, un desconocido con ojos azules le presenta dos buenos corceles. Problema solucionado.

El capital no trabaja, pero siempre gana: la criada, preciosa, aparece por la cochera para ayudar al médico a ensillarlos. El capital se lanza sobre la criada y le muerde en una mejilla. El médico le pide que le acompañe, pero el capital no está por la labor. Azuza a los caballos y el médico sale disparado mientras ve cómo la joven huye perseguida por el benefactor.

Fotograma de la película japonesa Inaka Isha, basada en el relato de Kafka.Al principio todo son facilidades: el viaje, que se preveía largo y difícil, se hace en un santiamén. El padre del paciente está preocupado, pero cuando llega, el médico comprueba que está sano.

Primer desajuste: el paciente le pide que le deje morir. Pero él es médico, ¿cómo iba a hacer eso? El padre le ofrece una copa de ron que él rechaza.

Segundo desajuste: el paciente tiene una herida profunda en el costado. Podría morir. Entonces, el paciente le suplica: ¿Me salvarás? Ante el desaguisado, el médico piensa en su criada.

La imposibilidad de entender el mundo laboral: en plena desolación, los dos caballos meten la cabeza por la ventana, como recordándole que tiene una deuda contraída.

Las represalias por no hacer bien un trabajo: de repente, aparece todo el pueblo en la casa. Lo observan y le exigen que lo cure, y para que no escape atan al médico a la cama del paciente. Los niños del coro cantan:

Desvestidlo para que cure
y si no cura matadlo.
No es más que un médico,
no es más que un médico.

El paciente, entonces, le echa en cara que no solo no le va a curar, sino que encima le está quitando un trozo de su lecho de muerte. El médico le dice:

-Tampoco es fácil para mí.
-Es una excusa muy fácil para que baste -replica el moribundo.

Recuperar lo perdido es imposible: consigue escapar y, desnudo, el médico se monta en el carruaje. Por suerte los caballos son buenos y harán el viaje muy rápido. Pero ahora no es así. Los caballos van muy despacio, y se queda atrapado en medio de un desierto de nieve. El médico no para de pensar en su criada.

Fin.

Librito comprado en la casita donde lo escribió.

No pienso hacer ninguna conclusión. Por lo menos ninguna más. Que ya hay unas cuantas. Pero esto era una interpretación mía, ¿no? Pues eso.

Un par de cosas.

Por un lado, buscando imágenes para esta entrada -la primera es una foto mía, pero la segunda no-, me encontré un blog que hablaba sobre Inaka Isha, una película japonesa de 20 minutos que está basada en el relato de Kafka. La tendré que buscar.

Y por otro, una llamada al blog de El economista humilde, lleno de buenas ideas. Este tío un día escribió sobre un sueño que tuvo -o no, me da igual- y que me recuerda mucho a las historias absurdas de Kafka. Si empezamos a leer el post por el segundo párrafo, a partir de «Al girar la esquina me di cuenta…», nos queda un relato más bien apañado de un aprendiz de Kafka del siglo XXI.

Hemingway y el microrrelato


«Vendo zapatos de bebé, sin usar.»

Ernest Hemingway

Os jodéis. No haber entrado en este blog.

Céline – Viaje al fin de la noche (V)

«Como sorpresa, fue morrocotuda. Era tan extraordinario lo que de pronto descubrimos a través de la bruma, que nos negamos a creerlo y luego, sin embargo, cuando nos encaramos con la realidad, por muy galeotes que fuésemos, nos echamos a reír al ver lo que se alzaba ante nosotros…

Imagínate que estaba en pie la ciudad, absolutamente erecta. Nueva York es una ciudad erecta. Habíamos visto muchas ciudades, nosotros, y muy hermosas, y puertos incluso muy renombrados. Pero en Francia, la verdad, las ciudades están echadas a la orilla del mar o a lo largo de los ríos, se estiran sobre el paisaje, esperan al viajero, mientras que aquella, la americana, no se desmayaba, no, se mantenía muy tiesa, que si quieres, nada amorosa, tiesa como para darte miedo.»

Viaje al fin de la noche (1932)
Louis Ferdinand Céline

Hace ya más de un año que volví de Nueva York.

Fue uno de mis momentos vitales. Supongo que todo el mundo tiene de esos, pequeños o grandes surcos en la memoria donde todo lo demás se agolpa revuelto a su alrededor. Pues los míos coinciden siempre con los viajes.

De pequeño yo tenía un poster del skyline de Nueva York en la habitación. Fue el primer elemento decorativo que elegí en mi vida. También leía libros, muchos y de forma bastante errática, casi con afán de acumulación; pero lo que con más atención hacía era mirar mapas. Tanto que en el plano teórico puedo asegurar que me sé el mundo de memoria. Friki que he salido.

Fui en autobús a Amsterdam -sí, autobús Pamplona-Amsterdam, ¿a que duele?- con sólo 16 años. A las horas, en un momento dado, me di cuenta de que cada kilómetro que avanzaba por la carretera suponía un kilómetro más lejos de casa de lo que nunca antes había estado. Era como si estuviera estirando una goma para darle holgura: mi radio de acción sobre el centro pamplonés se ampliaba. Y yo, sorprendentemente, me sentía más fuerte.

Luego vi Europa. Y luego crucé el océano. Y cada vez me sentía más fuerte. Viajes y viajes que son como postes en mi memoria, esos agarraderos mediante los cuales organizo mi mundo. Pero se me resistía Nueva York.

Por fin, el año pasado, me lié la manta a la cabeza, cogí un avión, una cama en un hostel en Harlem, y salté al vacío. Así conocí Nueva York y sobreviví a ella.

Poco después comencé a escribir un blog que acaba de cumplir un año.

Pronto, espero, podré enseñar el diario que escribí desde la capital del mundo.

 

Parte I – Sobre la guerra
Parte II – Sobre los jefes
Parte III – Sobre la corrección política
Parte IV – Sobre la botánica
Parte V – Sobre Nueva York

Toole – Leer a carcajada limpia

«-Ignatius, chico, déjame entrar -chilló.

-¿Que te deje entrar? -dijo Ignatius a través de la puerta-. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.

-Déjame entrar.

-Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.

La señora Reilly aporreó la puerta.

-No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.

-Abre la puerta, Ignatius.

-¡Ay, la válvula, que se me cierra! -croó sonoramente Ignatius-. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?

La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.

-Bueno, no rompas la puerta -dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.

-¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?

-Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.

-Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.

-Mi yo no carece de elementos proustianos -dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente-. Oh, mi estómago.

-Aquí huele a demonios.

-Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.

-Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.

-No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esa súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.

-He venido a hablar contigo, hijo. Saca la cara de entre esas almohadas.

-Debe de ser la influencia de ese ridículo representante de la ley. Parece que te ha vuelto contra tu propio hijo. Por cierto, se ha ido ya, ¿no?

-Sí, y me disculpé por tu actuación.

-Madre, estás pisando los papeles. ¿Tendrías la bondad de desplazarte un poco? ¿No te basta con haberme destrozado la digestión, también quieres destruir los frutos de mi cerebro?

-Bueno, ¿dónde quieres que me ponga, Ignatius? ¿Quieres que me meta en la cama contigo? -preguntó furiosa la señora Reilly.

-¡Mira dónde pisas, por favor! -atronó Ignatius-. Dios santo, nunca existió nadie tan total y literalmente acosado y asediado. ¿Qué es lo que te ha impulsado a entrar aquí en este estado de locura absoluta? ¿No será ese olor a moscatel barato que asalta mis órganos olfativos?

-He tomado una decisión. Tienes que salir y buscarte un trabajo.

Oh, ¿qué broma pesada estaba gastándole ahora Fortuna? ¿Detención, accidente, trabajo? ¿Dónde acabaría aquel ciclo aterrador?

-Comprendo -dijo pausadamente Ignatius-. Sabiendo como sé que eres congénitamente incapaz de llegar a una decisión de esta importancia, supongo que ese policía subnormal es quien te ha metido la idea en la cabeza.

-El señor Mancuso y yo hablamos yo como solía hablar con tu papá. Tu papá me decía lo que había que hacer. Ay, ojalá estuviera vivo.

-Mancuso y mi padre sólo se parecen en que los dos dan la impresión de ser seres humanos bastante inconsecuentes. Sin embargo, tu actual mentor parece de esos individuos que piensan que todo puede arreglarse si todos trabajamos sin parar.

-El señor Mancuso trabaja duro. Tiene un trabajo muy difícil en el barrio.

-Estoy seguro de que mantiene a varios vástagos indeseados, todos los cuales están deseando crecer para ser policías, las chicas incluidas.

-Pues has de saber que tiene tres niños preciosos.

-Me lo imagino -Ignatius comenzó a saltar lentamente en su cama-. ¡Uau!

-Pero qué haces, ¿otra vez estás tonteando con esa válvula? Eres la única persona que tiene una válvula. Yo no tengo ninguna válvula.

-¡Todo el mundo tiene válvula pilórica! -chilló Ignatius-. Lo que pasa es que la mía está más desarrollada. Intento despejar un pasaje que tú has logrado bloquear. Aunque tengo la impresión de que puede estar ya bloqueado para siempre.»

La conjura de los necios (1962)
John Kennedy Toole

La risa suele ser más cosa colectiva, de amigotes, cubata en mano y chiste de mal gusto; con ella demostramos complicidad, aprecio, buen rollo y, sobre todo, identificación con una serie de lugares comunes que nos son propios sólo a nosotros -a nosotros los colegas, a nosotros los listos, a nosotros los de Pamplona o a nosotros los hombres machitos en toda su generalidad y extensión-. Cuando uno lee no suelen darse esas condiciones; quiero decir, es una actividad que se lleva a cabo en silencio, sin música estridente y sin amigotes que coreen. Lo de los cubatas, allá cada uno, no seré yo quien impida agarrarse un pedo y echarse después unos párrafos, que de todo tiene que haber en este aburrido mundo de los libros.

Pero llega el momento de coger entre las manos novelas como La conjura de los necios, y uno se da cuenta de que no hace falta compañía para garantizar la risa. Este verano -cuando aún existía la estación, que el otoño ha caído en Pamplona como si no hubiera más lugares desapacibles en el mundo- releía yo La conjura de los necios en la piscina, rodeado de chicas embarazadas que veían jugar a niños ya nacidos y chulitos cachas con raquetas de tenis; y leía, me despistaba y por un instante no podía evitar gritar unas risas que atraían todas las miradas. Al principio daba corte, pero luego, cuando mi reputación de ser humano normal un poco gordito había caído por los suelos y ya pensaban en mí como el lunático ese de los libros, me dejaba llevar y me partía con las ocurrencias de otro gordo mucho más impertinente: Ignatius Reilly, uno de los personajes mejor dibujados que he leído, alguien a quien todos querríamos conocer alguna vez para poder partirle la cara con todo merecimiento.

Su historia tiene momentos tan hilarantes que obligan a cerrar el libro y respirar hondo para dejar pasar el ataque. Los demás personajes que se presentan no son menos memorables. Las cartas de Myrna Mankoff a Reilly son inconmensurables, con ese encabezamiento de «señores» en todas ellas; las respuestas de Reilly, y sobre todo su escasa conexión con la realidad; las verdades de Bruma Jones, el negro deslenguado; el McCarthismo irreflexivo -valga la redundancia- del sr. Robichaux, la histeria de la señora Levy… una galería de prototipos que John Kennedy Toole mezcla -más bien, revuelve- en la novela, a los que saca punta con bisturí de cirujano, y cuyas características estira hasta el absurdo para conseguir una historia llena de conexiones imposibles, diálogos ácidos y malos entendidos con un ágil toque de camarote de los hermanos Marx. En suma, una joya para pasar muy buenos ratos, ver la realidad con otros ojos y leer buena literatura sin tener que poner cara de gafapasta.

Que un autor con el humor y la verborrea de John Kennedy Toole no viera publicarse ninguna de sus novelas es una mala noticia. Que se suicidara a los 32 años a causa de la depresión que le entró porque ninguna editorial se decidía a sacar a la luz La conjura de los necios es una malísima noticia. Que, en 1981, la misma novela rechazada doce años antes ganara el premio Pulitzer es una demostración de que la justicia, en el sistema editorial, llega tarde en las ocasiones en que lo hace; un sistema, el tradicional -parece que surgen propuestas que abren huecos a la esperanza, espero que duren- que tiende a encumbrar a escritores con más contactos que talento y a ignorar lo que llega por otros cauces.

 

Kerouac – De turismo por el origen de la miseria

«Oí una gran carcajada, la risa más sonora del mundo, y allí venía un amojamado granjero de Nebraska con un puñado de otros muchachos. Entraron en el parador y se oían sus ásperas voces por toda la pradera, a través de todo el mundo grisáceo de aquel día. Todos los demás reían con él. El mundo no le preocupaba y mostraba una enorme atención hacia todos. Dije para mis adentros: «¡Whamm!, escucha cómo se ríe ese hombre. Es del Oeste, y estoy aquí en el Oeste.» Entró ruidoso en el parador llamando a Maw, y ésta hacía la tarta de ciruelas más dulce de Nebraska, y yo tomé un poco con una gran cucharada de nata encima.

-Maw, échame el pienso antes de que tenga que empezar a comerme a mí mismo o a hacer alguna maldita cosa parecida -dijo, y se dejó caer en una banqueta y siguió ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!-. Y ponme judías con lo que sea.

Y el espíritu del Oeste se sentaba a mi lado. Me hubiera gustado conocer toda su vida primitiva y qué coño habría estado haciendo todos esos años además de reír y gritar de aquel modo.»

En el camino (1957)
Jack Kerouac

Droga dura para volver, esta vez sí, a la actividad. Mira que llevaba tiempo con ganas de hablar de este libro, no porque sea uno de mis preferidos -de hecho me parece un libro con muchas posibilidades de lectura, pero no hasta el punto de ser favorito-, sino por su desmesurada y a mi modo de ver exagerada aceptación popular. De entrada, una cagada de los encargados de la traducción: me gustaría saber por qué, si el libro se titula On the roadEn la carretera-, en castellano lo plantan como En el camino. Seguro que hay alguna explicación más o menos lógica, pero no estaría mal que alguien me la diera. El título actual me recuerda, y no soy el único, a cierto manual de uso religioso sin mucha relación con el tema del que hablamos.

El libro ha sido calificado de infinidad de formas: el definitivo manifiesto Beat, la biblia hipster, el ritmo del bop hecho letras y otros miles de elogiosos apelativos que incluyen algún término inglés cuya pertinencia depende más de su sonoridad que de lo que realmente significan. En definitiva, un libro que ha sido colocado en los altares de la gloria por ser el retrato de una generación, la de los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, en el país más poderoso del mundo. A causa de esta novela su autor, Jack Kerouac, alcanzó unas cotas de conocimiento que no supo digerir. Tan tímido era el pobre que dicen que siempre se emborrachaba antes de conceder una entrevista, hasta que un día, a los 47 años, acabó muerto por una cirrosis.

On the road está escrito a modo de novela autobiográfica. Sal Paradise -alter ego de Jack Kerouac-, es el narrador de la historia. Quizás sea por la timidez del autor, pero echo de menos una mejor definición de este personaje. Bueno. El caso es que Paradise recorre los Estados Unidos a la velocidad de la locura de su acompañante, Dean Moriarty, y éste es precisamente quien nos enamora, el que odiamos, el verdadero protagonista de la novela. El loco egoísta que quema la vida en los cilindros de cualquier Cadillac, Hudson o Dodge rumbo hacia ninguna parte, ahora hacia el este, ahora hacia el oeste. Nueva York es uno de los lugares de esa ninguna parte, como San Francisco -Frisco en la novela-, o Dénver en múltiples ocasiones, o Los Ángeles e incluso México, el desconocido y sorprendente paraíso del sur.

Dos aciertos veo en el haber del libro. Por un lado, la fastuosa presentación de cada lugar de los Estados Unidos. En todo momento uno es consciente de dónde se encuentran los protagonistas, bien en el árido oeste o en la dinámica y civilizada Nueva York. Por otro, una filosófica lectura entre líneas que se convierte en aviso para navegantes relatado de forma sangrienta. Después de la segunda guerra mundial, con victoria del imperio, se encumbró al capitalismo a la categoría de divinidad indiscutible, y abrió la puerta al gran pecado de esta doctrina: el consumismo -que ahora parece que está llegando a su fin merced a la manida crisis, ojalá-. Moriarty consume kilómetros y experiencias, y mujeres y drogas, y coches y fracasos tras fracasos y cuando se asienta es por poco tiempo: en seguida se da cuenta del error y vuelve a huir, olvida lo que le da razones y busca más elementos de consumo.

 

«Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, y persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste.»

Éste es Dean Moriarty. Sólo por conocerlo merece la pena embarcarse en las páginas de este viaje, y también por darnos cuenta de que no es él el único con sed de miseria: que todos tenemos un Moriarty dentro que nos hace ver el mundo como una gran oferta de artículos de consumo.

 

Céline – Viaje al fin de la noche (IV)


«Y además, las flores son como los hombres… ¡cuanto más grande, más torpe!»

Viaje al fin de la noche (1932)
Louis Ferdinand Céline

El mundo de nuevo hace ruido, otra vez es el despertador el que me saca de la cama y vuelvo a dudar sobre qué coleccionable elegir. Es la vida de verdad, que ha vuelto y asoma más apetecible que nunca: proyectos, esperanzas, y alguna que otra realidad.

Mejor vivirlo, lo esperable y lo repentino, que contarlo.

Welcome home, people.

Parte I – Sobre la guerra
Parte II – Sobre los jefes
Parte III – Sobre la corrección política
Parte IV – Sobre la botánica
Parte V – Sobre Nueva York

Soseki – No todo es de seda, ni mentira, en el lejano oriente

«-Creo que no conoces aún el placer de la pesca. Yo te enseñaré- me dijo con tono de suficiencia. ¡Como si yo se lo hubiera pedido! En primer lugar, siempre he pensado que los pescadores y los cazadores son personas crueles. Si no lo fueran, no se divertirían quitándoles la vida a los animales. No cabe duda que un pez o un pájaro preferirían seguir vivos a morir. Un caso diferente sería si se pescara para ganarse la vida pero, si no lo haces por necesidad y la única razón para ello es no irte a la cama sin haberte divertido, en ese caso no encuentro justificación a quitar la vida a otro ser.»

Botchan (1906)
Natsume Sōseki

Este blog tiene una deuda con la literatura japonesa. Al pecado de sólo mencionarla una vez se une el hecho de que fuera en aquel comentario sobre Haruki MurakamiEl bluff de Tokio Blues-. Recibió el palo que sigo considerando que se merece la novela, pero desde entonces se me ha quedado como una sensación de que debo un resarcimiento a las letras de este país. De entrada, diré que Japón me fascina –no he ido nunca, pero este año ha sido mi viaje frustrado y espero poder ir pronto- y, pese a que no he leído suficiente, en su literatura hay varios libros que me gustan mucho.

Uno de ellos es este Botchan, de Natsume Sōseki, un autor conocido en España por llamarse igual que el gato de Sánchez Dragó y, para los coleccionistas de monedas, porque es la cara que aparece impresa en los billetes de 1.000 yenes. En su país, por contra, es muy conocido, y otra de sus novelas, Kokoro, es lectura obligada para los estudiantes de secundaria.

Botchan es un personaje con dificultades sociales y una mentalidad un tanto infantil. Me recuerda un poco a El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger –esto es poco original, lo pone en la contraportada-; y también en cierta manera, por su torpeza para enfocar las situaciones, a Ignatius Reilly, el gordo protagonista de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Este personaje de personalidad errática llega un día a dar clase a la isla de Shikoku, lugar alejado de la civilización y de costumbres extrañas. Allí se produce el inicio de la trama, cuando la mentalidad capitalina de nuestro Botchan choca con la brutalidad del mundo rural. El propio Sōseki estuvo dos años en aquella isla dando clase, con lo que podemos deducir que el torpe protagonista es un cómico e irónico alter ego del autor.

Se trata de un libro sencillo de leer y que, escrito en 1906, acaba con el mito de que la literatura japonesa hay que entenderla desde una perspectiva diferente de la nuestra. Una de sus características es, efectivamente, la delicadeza -como dicen de forma tan mística como atrevida sobre Murakami-, pero no está exento de contundencia cuando se emiten pensamientos. El párrafo que aparece arriba es una de las reflexiones que el protagonista hace durante el libro. Aquí transcribo otra:

 

«(…) cuando aceptas una invitación, bien sea de un sorbete, de una taza de té o de lo que sea, lo que haces en realidad es decirle a la otra persona que le tienes respeto y que la aprecias. La gratitud que sientes en el corazón cuando aceptas una invitación, gratitud fácilmente evitable si pagas tú mismo tu parte, es una forma de devolver esa invitación con algo que va más allá del dinero, o de lo que el dinero puede comprar. Quien acepta la invitación puede ser un don nadie, pero eso da igual. Basta con que sea un ser humano libre e independiente. El hecho de que ese hombre independiente te encuentre digno de respeto y aprecio es más valioso que un millón de yenes.»


¿Son tan diferentes las formas de pensar o de escribir de Japón y occidente? Vale, estoy pisando otro charco porque está claro que sí. De la misma manera que es diferente la literatura española de la anglosajona o la iberoamericana de la centroeuropea. Además, para los que se postulen en contra de mi tesis de que no es tanta la distancia, ahí va otro argumento: Sōseki vivió cuatro años en Londres y puede tener una clara influencia europea. Cierto. De todas formas, aun siendo así, si no se tratara de un autor que escribiera desde la óptica nipona no estaría tan utilizado en la enseñanza, digo yo. Y por otro lado, ¿es que Murakami no ha salido de Japón? ¿El título de su Tokio Blues no es, para el resto del mundo, Norwegian Wood? Ya paro, que esto parece más una entrada sobre el japonés pop que sobre Sōseki.

El año pasado, 102 después de que fuera escrita, la editorial Impedimenta rescató Botchan para los que leemos en castellano. A la maravillosa edición formal que esta editorial hace de todos sus libros se une el acierto en la elección de los mismos. Es una auténtica garantía. De hecho, el otro día intenté comprar un libro en Salou, en una librería comercial. Éste fue el elegido. Lo hice sin tener muchas referencias, pues conocía sólo de oídas al autor, pero era el único libro que encontré de una editorial de confianza. De nuevo acertamos, así que agradezco a los cerebros de Impedimenta el cariño que ponen a su trabajo, y que unos cuantos disfrutamos y sabemos apreciar.

 

Céline – Viaje al fin de la noche (III)

«Con sus manos encerradas en las mías me sentía más tranquilo. Sin soltárselas, continué explicándome con locuacidad, y dándole mil veces la razón le aseguré que todo debía empezar entre nosotros, y esta vez de mejor manera. Que sólo mi natural y estúpida timidez se encontraba en el origen de tan fantástica equivocación. Que mi conducta, cierto, podía haber sido interpretada como un inconcebible desdén por el grupo de pasajeros y de pasajeras, «héroes y encantadoras mezclados… providencial reunión de grandes caracterres y talentos… ¡Sin olvidar a las damas, los adornos de a bordo, incomparables artistas en el ramo musical!…». Todo y entonando copiosamente mi mea culpa, solicité, para concluir, que se me admitiera sin demora y sin restricción alguna en el seno del alegre grupo patriota y fraternal… En donde, a partir de aquel momento y para siempre, deseaba ser amable compañía… Sin soltarle las manos, bien entendido, redoblé mi elocuencia.

En tanto el militar no mata, es un niño. Se le divierte fácilmente. Como no tiene la costumbre de pensar, en cuanto le hablas se ve obligado a tratar de comprenderte, se decide a esfuerzos abrumadores. El capitán frémizon no me mataba, tampoco estaba bebiendo, nada hacía con sus manos, ni con sus pies; trataba sólo de pensar. Era enormemente demasiado para él. En el fondo le tenía agarrado por la cabeza.»

Viaje al fin de la noche (1932)
Louis Ferdinand Céline

Céline me recuerda a Michel Houellebecq. Bueno, esto no es exacto del todo. Realmente, fue Houellebecq quien me llevó a Céline. Vamos, que mientras leía Las partículas elementales, un glorioso libro del que un día hablaré aquí, apareció el nombre de Céline y me quedé con él.

En un momento especialmente escabroso del mencionado Las partículas elementales, un editor de periódico dice algo así -no es textual, rehago la cita en base al sentido que recuerdo-: «Los tiempos han cambiado, ahora tenemos que ser políticamente correctos. Esto no es como cuando escribía Céline». Resumo el capítulo -todavía sigo con Las partículas elementales-: el protagonista de la novela es un escritor de columnas de opinión bastante agresivas, que se publican periódicamente en un magazin. Un día escribe una en la que se pasa de la raya, pues mezcla aspectos sexuales, de raza y de religión que chocan con lo admitido como correcto por la sociedad. La respuesta del editor a su columna es la que he citado anteriormente. Supongo que no hace falta decir que ese virulento artículo que es vetado en la ficción, y que aparece extractado en la novela, constituye una de las grandes reflexiones de Las partículas elementales.

Es imposible escribir opiniones fundamentadas y novedosas si uno no se deshace de las barreras que nos impone lo políticamente correcto. Por ejemplo, ¿qué se puede decir sobre la forma de actuar de unos militares en un barco? ¿Echamos a los leones a Céline, o mejor a su personaje Bardamu, por opinar exactamente lo que está escribiendo? Suerte que corría 1932. En el siglo XXI tendríamos que haber glosado la valentía de estos soldados, su servicio a la sociedad y la defensa de los más necesitados. Y después, si somos valientes, algún discreto matiz que deberíamos aclarar como de escasa importancia. Y punto.

Cansa el más de lo mismo, conocer previamente lo que se va a opinar sobre cualquier tema, la seguridad que dan los argumentos comprendidos por todos. Al final, las conversaciones se convierten en algo parecido a entrevistas con futbolistas: todo falsa humildad, discursos aprendidos, declaraciones de intenciones vacías de contenido y respuestas esquivas a las cuestiones espinosas. Es imposible diferenciar a un delantero de un portero, o a un jugador del Madrid o del Barcelona -bueno, salvo en el caso de Eto’o, del que soy fan- Cansa, también, saber que en el momento en que se escriba de otra manera o se tense un poquito la cuerda, habrá reaciones virulentas -caso Eto’o, del que soy fan-.

Otro que puede dar fe de esta realidad humana es José A. Pérez, un comentarista de la actualidad algo irreverente -su blog, Mi mesa cojea, es uno de los que sigo con más alegría-, que ha sido en muchas ocasiones objeto de la ira de esos que se indignan con facilidad, de los guardianes de los tabús. Su último post se titula Ira social, y es un claro ejemplo de lo que acabo de comentar.

Más extractos de Viaje al fin de la noche en:
Parte I – Sobre la guerra
Parte II – Sobre los jefes
Parte III – Sobre la corrección política
Parte IV – Sobre la botánica
Parte V – Sobre Nueva York

Unamuno – Filosofía y letras

«No, Lázaro, no; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos, ni a predicar a éstos que se sometan a aquellos. Resignación y caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que resignarse a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…, opio…. Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe.»

San Manuel Bueno, Mártir (1930)
Miguel de Unamuno

Conformémonos, hermanos, con lo que somos y lo que tenemos. No leamos, no luchemos, no queramos ser mejores. Sigamos la voluntad de Dios y seamos fieles súbditos de su palabra.

Tras estas palabras, con las continúo el discurso de Miguel de Unamuno y que espero me sirvan para ganarme el beneplácito de Rouco Varela, paso a la explicación. -¡Y una mierda!- Uy, perdón por la interrupción. Es que desde que he escrito el primer párrafo se me ha quedado un exabrupto atascado en los dedos y no he podido contenerlo.

Bueno, vamos a ello. A principios del siglo XX, Lázaro vuelve de América y aterriza en su pueblo natal, Valverde de Lucerna. A su llegada se encuentra con que el pueblo está entregado a su párroco, don Manuel Bueno, un religioso de gran humanidad y que predica un evangelio un tanto distinto del que domina la sabiduría popular. El retornado, poseído por modernas ideas de libertad y el agnosticismo, encuentra difícil su engarce con la devota rutina del pueblo pero, paradoja, es gracias al apoyo de este párroco que su escepticismo encuentra una orientación útil.

El libro San Manuel Bueno, mártir plantea de forma amena un agudo debate sobre la existencia de Dios y la influencia de la religión en los demás órdenes de la vida. ¿Elegimos saber o no saber? ¿Creer o no creer? Como en Matrix, con la penosa escena de la pastilla azul y la pastilla roja, Unamuno nos plantea la eterna duda: ¿preferimos ser felices en la ignorancia, o sufrir por el conocimiento? Eso sí, Unamuno lo hace de forma inteligente; lo de Matrix es otro cantar.

Es fácil de leer, y nos da otra visión de cómo pensar sobre los problemas religiosos y políticos que han conformado la España del siglo pasado, una España que algunos nostálgicos con trajes regalados pretenden mantener en este nuevo que empieza. Además, para figurantes, si lo leemos podremos decir que hemos leído a Unamuno, ese personaje controvertido no alineado con ninguna corriente política, irónico y sagaz, que consiguió enemigos en los dos bandos, que murió en 1936 bajo el arresto domiciliario al que le condenó el franquismo -tras una agria disputa dialéctica contra el general Millán Astray– y que, a la postre, fue exaltado por la propaganda franquista como un héroe nacional.

Sé que es peligroso mojarse en cuanto a Unamuno, pero recuerdo a San Manuel Bueno y sólo puedo alegrarme de que su alma no viera, desde la vida eterna, el destrozo que se hizo tras su muerte con la cultura, la vida y la libertad de este país.