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Unamuno – Filosofía y letras

«No, Lázaro, no; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos, ni a predicar a éstos que se sometan a aquellos. Resignación y caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que resignarse a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…, opio…. Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe.»

San Manuel Bueno, Mártir (1930)
Miguel de Unamuno

Conformémonos, hermanos, con lo que somos y lo que tenemos. No leamos, no luchemos, no queramos ser mejores. Sigamos la voluntad de Dios y seamos fieles súbditos de su palabra.

Tras estas palabras, con las continúo el discurso de Miguel de Unamuno y que espero me sirvan para ganarme el beneplácito de Rouco Varela, paso a la explicación. -¡Y una mierda!- Uy, perdón por la interrupción. Es que desde que he escrito el primer párrafo se me ha quedado un exabrupto atascado en los dedos y no he podido contenerlo.

Bueno, vamos a ello. A principios del siglo XX, Lázaro vuelve de América y aterriza en su pueblo natal, Valverde de Lucerna. A su llegada se encuentra con que el pueblo está entregado a su párroco, don Manuel Bueno, un religioso de gran humanidad y que predica un evangelio un tanto distinto del que domina la sabiduría popular. El retornado, poseído por modernas ideas de libertad y el agnosticismo, encuentra difícil su engarce con la devota rutina del pueblo pero, paradoja, es gracias al apoyo de este párroco que su escepticismo encuentra una orientación útil.

El libro San Manuel Bueno, mártir plantea de forma amena un agudo debate sobre la existencia de Dios y la influencia de la religión en los demás órdenes de la vida. ¿Elegimos saber o no saber? ¿Creer o no creer? Como en Matrix, con la penosa escena de la pastilla azul y la pastilla roja, Unamuno nos plantea la eterna duda: ¿preferimos ser felices en la ignorancia, o sufrir por el conocimiento? Eso sí, Unamuno lo hace de forma inteligente; lo de Matrix es otro cantar.

Es fácil de leer, y nos da otra visión de cómo pensar sobre los problemas religiosos y políticos que han conformado la España del siglo pasado, una España que algunos nostálgicos con trajes regalados pretenden mantener en este nuevo que empieza. Además, para figurantes, si lo leemos podremos decir que hemos leído a Unamuno, ese personaje controvertido no alineado con ninguna corriente política, irónico y sagaz, que consiguió enemigos en los dos bandos, que murió en 1936 bajo el arresto domiciliario al que le condenó el franquismo -tras una agria disputa dialéctica contra el general Millán Astray– y que, a la postre, fue exaltado por la propaganda franquista como un héroe nacional.

Sé que es peligroso mojarse en cuanto a Unamuno, pero recuerdo a San Manuel Bueno y sólo puedo alegrarme de que su alma no viera, desde la vida eterna, el destrozo que se hizo tras su muerte con la cultura, la vida y la libertad de este país.