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Tim O’Brien – Sobre la verdad en literatura

Puedes reconocer una auténtica historia de guerra por las preguntas que haces. Alguien cuenta una historia, digamos, y cuando termina preguntas: ¿Es auténtica?, y si la respuesta es importante, ya tienes tu respuesta. Por ejemplo, todos hemos oído ésta: Cuatro soldados van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos se lanza sobre la granada y «absorbe» la explosión, y salva a sus tres compañeros.

¿Es auténtica?

La respuesta es importante.

Te sentirías engañado si nunca hubiese ocurrido. Sin la base de la realidad, no es más que mera propaganda, Hollywood puro, falsa en el sentido de que todas las historias son falsas. Sin embargo, aun cuando hubiese ocurrido -y tal vez ocurrió, todo es posible-, incluso entonces sabes que no puede ser auténtica, porque una auténtica historia de guerra no depende de ese tipo de verdad. Que haya ocurrido punto por punto es irrelevante. Una cosa puede ocurrir y ser pura mentira, o puede no ocurrir y ser más verdadera que la verdad. Por ejemplo: Cuatro hombres van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos salta sobre la granada y «absorbe» la explosión, pero es una granada muy potente y todos mueren. Antes de morir, sin embargo, uno de los soldados dice: «¿Por qué lo hiciste?», y el que saltó dice: «Es la historia de mi vida, hombre», y el otro trata de sonreír, pero está muerto.

Esa es una historia auténtica que nunca ocurrió.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon
Tim O’Brien

Según Tim O’Brien, la franja entre la verdad y la propaganda no depende de lo fiel que la historia es a la realidad, sino por la necesidad que la propia narración tiene de estar apoyada por esta. Las historias de guerra no son limpias y evidentes, ni permiten extraer lecciones morales. Las historias de guerra de pérdidas, o de suciedad, son verdad por sí mismas. No hace falta que la realidad las corrobore. Por eso, cuando se lee Las cosas que llevaban los hombres que lucharon -pensabais que era Stieg Larsson el inventor de los títulos largos, ¿eh?-, uno nunca se pregunta si la historia que se relata fue real o no. No es importante saberlo.

Trata sobre la guerra de Vietnam. Sí, esa que hemos visto infinitas veces en películas. Esa. En principio pensé: vaya coñazo, un libro sobre la guerra de Vietnam. Pero no, no sólo no se hace coñazo sino que se ha convertido en un auténtico descubrimiento. O’Brien engancha al lector con actos de personas que sobreviven a un miedo permanente, uno que no se marcha cuando termina la película. En ese lugar nadie está a salvo. Ni de día ni de noche. Y es en ese opresivo ambiente donde tienen lugar las historias que relata O’Brien, todas sin duda verdaderas. Sin moralejas. Además, Las cosas que... incluye el fragmento que cito arriba, y que para mí ha supuesto una inesperada lección de narrativa.

Como todavía no he completado ninguna entrada en el blog con dos fragmentos de novela, y siempre tiene que haber una primera vez, añado otro capítulo de lectura fácil. El libro entero está compuesto por píldoras pequeñas de historias lanzadas a bocajarro, sin azúcar ni juicios.

Es de agradecer que sea así.

Una mañana de fines de julio, mientras patrullábamos por los alrededores de la pista de aterrizaje Caimán, Lee Strunk y Dave Jensen empezaron a pelearse a puñetazos. Era por algo estúpido -la desaparición de una navaja-, pero aun así luchaban con ferocidad. Durante cierto tiempo hubo un toma y daca, pero Dave Jensen era mucho más corpulento y más fuerte, y pronto pasó un brazo alrededor del cuello de Strunk y le obligó a doblegarse sin parar de golpearle en la nariz. Le pegaba fuerte. Y no se detuvo. La nariz de Strunk emitió un brusco chasquido seco, como un cohete, pero incluso entonces Jensen siguió golpeándole, una y otra vez, con rápidos puñetazos rígidos y certeros. Tuvimos que ser tres los que los separaran. Cuando terminó, tuvieron que trasladar a Strunk en helicóptero a la retaguardia, donde le arreglaron la nariz, y dos días después se reunió con nosotros llevando una férula y montones de gasa.

En otras circunstancias, aquello podría haber terminado allí. Pero estábamos en Vietnam, donde los hombres llevaban armas, y Dave Jensen empezó a preocuparse. Pero el problema estaba sólo en su cabeza. No hubo amenazas, ni promesas de venganza, sólo una tensión silenciosa entre ellos que hacía que Jensen tomara precauciones especiales. Cuando iba de patrulla tenía el cuidado de fijarse bien por dónde andaba Strunk. Cavaba su pozo de tirador en el extremo más alejado del recinto defensivo; mantenía la espalda cubierta; evitaba situaciones que pudieran dejarlos a los dos a solas. Poco a poco, después de una semana así, la tirantez empezó a crear problemas. Jensen no podía relajarse. Era como combatir en dos guerras distintas, decía. No había terreno seguro: enemigos en todas partes. Ni frente ni retaguardia. Por la noche le costaba dormir porque sentía temor; siempre estaba en guardia: oía ruidos extraños en la oscuridad, imaginaba que una granada rodaba dentro de su pozo de tirador o que la punta de un cuchillo le hacía cosquillas en la oreja. La distinción entre buenos y malos desapareció para él. Incluso en momentos de seguridad relativa, mientras los demás nos lo tomábamos con calma, Jensen se quedaba sentado con la espalda contra un muro de piedra y el arma cruzada sobre las rodillas, vigilando a Lee Strunk con ojos rápidos, nerviosos. Por último llegó al punto en que perdió el control. Algo debió de reventar. Una tarde empezó a disparar su arma al aire, aullando el nombre de Strunk, y siguió disparando y aullando hasta que vació el cargador. Estábamos todos pegados al suelo. Nadie tenía el valor de acercarse a él. Jensen empezó a recargar, pero entonces, de pronto, se dejó caer sentado y se agarró la cabeza con las manos y no se movió. Durante dos o tres horas que quedó, sencillamente, sentado.

Pero eso no fue lo más extraño.

Porque más tarde, esa misma noche, pidió prestada una pistola, la cogió por el cañón y la usó como martillo para romperse la nariz.

Después cruzó la posición hasta el pozo de tirador de Lee Strunk. Le mostró lo que se había hecho y le preguntó si estaban en paz.

Strunk asintió y dijo que estaban en paz.

Pero por la mañana Lee Strunk no paraba de reírse.

-¡Ese tío está loco! -decía-. ¡Yo le robé la jodida navaja!