Archivo mensual: agosto 2009

¿Los mismos perros con distintos collares?


Quizás sea por culpa de la gripe, que ahora estoy seguro de que lo es gracias a unos clarificadores temblores con tos que me han despertado a las 5 de la mañana y me han dejado de recuerdo fiebre y a sudar. Quizás también sea por la constatación, una vez más, de la evidencia de que en política cada perro defiende su rebaño y, a actos igualmente condenables, los raseros de medir varían. Sea por lo que sea, me ha vuelto la mala leche, y hacía tiempo que en este blog sólo hablaba de literatura.

Pongamos por caso que ocurre un acto de violencia callejera realizado por los que habitualmente cometen actos de violencia callejera -por ejemplo, destrozos en mobiliario urbano o pintadas en favor de ETA, los presos, y la independencia-. ¿Cómo son las reacciones?

– Todos los partidos con representación en el parlamento: condena unánime y rechazo, apelaciones a la policía para que detenga rápidamente a los culpables y peticiones de contundencia en la respuesta.

– Entorno Batasuna: silencio.

Algo habitual. Ahora pensamos en el mismo acto pero de otra manera. Planteémonos un atentado cometido por nostálgicos del franquismo contra, por ejemplo, un monumento que homenajea a los prisioneros republicanos que se intentaron fugar de donde el ejército fascista los tenía encerrados. Imaginemos que, además, en el mismo ataque se mancilla el monumento a los fusilados de la Guerra Civil situado en Aizoain, a pocos kilómetros de Pamplona. Todo aparece destrozado y con pintadas que incluyen mensajes claramente preconstitucionales. ¿Cómo serían las reacciones?

– Todos los partidos con representación en el parlamento: condena unánime y rechazo, apelaciones a la policía para que detenga rápidamente a los culpables.

– PP: silencio.

La pena es que estas dos hipótesis no son un ejercicio de ficción, sino que han ocurrido de verdad. La primera, en múltiples ocasiones y aireada por todos los medios de comunicación locales y nacionales. La segunda hipótesis también se viene repitiendo, aunque la información que se da sobre el tema es nula, no sea que se aireen demasiado los calzoncillos viejos. Al final, de tanto ir el cántaro a la fuente, ayer por fin pudimos leer en prensa algo de esto, que también ocurre –ver noticia-.

El arte como prueba

«Porque creo que el artista, como quería Joan Miró, debe plantearse su tarea desde la mayor de las ambiciones, con todo el orgullo posible, para ejecutarla con la mayor de las humildades, desde la convicción de que, casi siempre, el territorio del arte es el fracaso.»

Quimera (Julio-Agosto 2009)
Ricardo Menéndez Salmón

Quimera es una revista con muchas letras. Esta perogrullada es, sin duda, lo que mi primo pensaría de esta revista literaria -de hecho, es lo que dice cada vez que le mando un mail y no se lo lee-. Entre las letras de Quimera suele haber información interesante, a veces cierta petulancia -bien documentada, eso sí-, y en otras ocasiones joyas capaces de resumir años de estudio en unas pocas páginas. Creo que esto último es lo que ocurre con el artículo que acabo de extractar, de Ricardo Menéndez Salmón, publicado en el número doble de verano.

A Menéndez Salmón le he leído otros artículos, pero creo que en éste ha estado especialmente sembrado. Ya sabemos que es un autor al que tengo en gran estima -a partir de un párrafo suyo se me ocurrió la idea de funcionamiento de este blog-, y el interés con el que leo lo que escribe es siempre, por tanto, el máximo.

En este artículo, titulado de forma un tanto académica «Hacia una poética de la decantación», el autor asturiano realiza una bien armada reflexión sobre el papel de la novela o la literatura en el mundo y la historia. «Una vez la filosofía ha fracasado en su empeño por captar la totalidad», asevera Salmón, la novela «se convierte en una suerte de gran cedazo que, por decantación, es capaz de retener en su fondo los posos decisivos de nuestra conciencia y los ejes axiales que vertebran la contemporaneidad». O sea, que es en los posos de la literatura donde, por encima de cualquier otro arte o ciencia, mejor podemos vislumbrar los rasgos característicos de una época.

«Si mi hija me pidiera algún día que le contara cómo era la España en la que su padre pasó sus primeros años», continúa el autor, «le diría que leyera una novela, por ejemplo Romanticismo, de Manuel Longares. Si mi hija me pidiera algún día que le contara cómo era la España en la que ella nació, le diría que leyera una novela, por ejemplo Crematorio, de Rafael Chirbes. Si los extraterrestres algún día quisieran saber a qué se parecía este planeta llamado Tierra durante el siglo XX, no les invitaría a que escucharan la música de Shostakóvich o la de Joy Division, sino a que leyeran las novelas de Kafka o las de Kureishi

Parece mentira que, en dos páginas, haya tres referencias que me resultan imprescindibles y me quede la sensación de que me dejo mucho por contar. Es una muestra de lo condensado de este artículo.

Para los que os interesa de verdad la literatura -que sois todos los que habéis llegado hasta aquí, me imagino-, os aconsejo que busquéis la Quimera de julio y agosto y leáis a Menéndez Salmón. Si la compráis, mejor, así damos dinero -siete euros- para que una de las publicaciones literarias de mayor calidad siga funcionando. Si, de todas maneras, a alguno le jode gastarse el tercer cubata del sábado en cultura, que la pida a la biblioteca pública del barrio y entre todos pagaremos, gustosos, esta necesaria adquisición.

 

Soseki – No todo es de seda, ni mentira, en el lejano oriente

«-Creo que no conoces aún el placer de la pesca. Yo te enseñaré- me dijo con tono de suficiencia. ¡Como si yo se lo hubiera pedido! En primer lugar, siempre he pensado que los pescadores y los cazadores son personas crueles. Si no lo fueran, no se divertirían quitándoles la vida a los animales. No cabe duda que un pez o un pájaro preferirían seguir vivos a morir. Un caso diferente sería si se pescara para ganarse la vida pero, si no lo haces por necesidad y la única razón para ello es no irte a la cama sin haberte divertido, en ese caso no encuentro justificación a quitar la vida a otro ser.»

Botchan (1906)
Natsume Sōseki

Este blog tiene una deuda con la literatura japonesa. Al pecado de sólo mencionarla una vez se une el hecho de que fuera en aquel comentario sobre Haruki MurakamiEl bluff de Tokio Blues-. Recibió el palo que sigo considerando que se merece la novela, pero desde entonces se me ha quedado como una sensación de que debo un resarcimiento a las letras de este país. De entrada, diré que Japón me fascina –no he ido nunca, pero este año ha sido mi viaje frustrado y espero poder ir pronto- y, pese a que no he leído suficiente, en su literatura hay varios libros que me gustan mucho.

Uno de ellos es este Botchan, de Natsume Sōseki, un autor conocido en España por llamarse igual que el gato de Sánchez Dragó y, para los coleccionistas de monedas, porque es la cara que aparece impresa en los billetes de 1.000 yenes. En su país, por contra, es muy conocido, y otra de sus novelas, Kokoro, es lectura obligada para los estudiantes de secundaria.

Botchan es un personaje con dificultades sociales y una mentalidad un tanto infantil. Me recuerda un poco a El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger –esto es poco original, lo pone en la contraportada-; y también en cierta manera, por su torpeza para enfocar las situaciones, a Ignatius Reilly, el gordo protagonista de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Este personaje de personalidad errática llega un día a dar clase a la isla de Shikoku, lugar alejado de la civilización y de costumbres extrañas. Allí se produce el inicio de la trama, cuando la mentalidad capitalina de nuestro Botchan choca con la brutalidad del mundo rural. El propio Sōseki estuvo dos años en aquella isla dando clase, con lo que podemos deducir que el torpe protagonista es un cómico e irónico alter ego del autor.

Se trata de un libro sencillo de leer y que, escrito en 1906, acaba con el mito de que la literatura japonesa hay que entenderla desde una perspectiva diferente de la nuestra. Una de sus características es, efectivamente, la delicadeza -como dicen de forma tan mística como atrevida sobre Murakami-, pero no está exento de contundencia cuando se emiten pensamientos. El párrafo que aparece arriba es una de las reflexiones que el protagonista hace durante el libro. Aquí transcribo otra:

 

«(…) cuando aceptas una invitación, bien sea de un sorbete, de una taza de té o de lo que sea, lo que haces en realidad es decirle a la otra persona que le tienes respeto y que la aprecias. La gratitud que sientes en el corazón cuando aceptas una invitación, gratitud fácilmente evitable si pagas tú mismo tu parte, es una forma de devolver esa invitación con algo que va más allá del dinero, o de lo que el dinero puede comprar. Quien acepta la invitación puede ser un don nadie, pero eso da igual. Basta con que sea un ser humano libre e independiente. El hecho de que ese hombre independiente te encuentre digno de respeto y aprecio es más valioso que un millón de yenes.»


¿Son tan diferentes las formas de pensar o de escribir de Japón y occidente? Vale, estoy pisando otro charco porque está claro que sí. De la misma manera que es diferente la literatura española de la anglosajona o la iberoamericana de la centroeuropea. Además, para los que se postulen en contra de mi tesis de que no es tanta la distancia, ahí va otro argumento: Sōseki vivió cuatro años en Londres y puede tener una clara influencia europea. Cierto. De todas formas, aun siendo así, si no se tratara de un autor que escribiera desde la óptica nipona no estaría tan utilizado en la enseñanza, digo yo. Y por otro lado, ¿es que Murakami no ha salido de Japón? ¿El título de su Tokio Blues no es, para el resto del mundo, Norwegian Wood? Ya paro, que esto parece más una entrada sobre el japonés pop que sobre Sōseki.

El año pasado, 102 después de que fuera escrita, la editorial Impedimenta rescató Botchan para los que leemos en castellano. A la maravillosa edición formal que esta editorial hace de todos sus libros se une el acierto en la elección de los mismos. Es una auténtica garantía. De hecho, el otro día intenté comprar un libro en Salou, en una librería comercial. Éste fue el elegido. Lo hice sin tener muchas referencias, pues conocía sólo de oídas al autor, pero era el único libro que encontré de una editorial de confianza. De nuevo acertamos, así que agradezco a los cerebros de Impedimenta el cariño que ponen a su trabajo, y que unos cuantos disfrutamos y sabemos apreciar.

 

Céline – Viaje al fin de la noche (III)

«Con sus manos encerradas en las mías me sentía más tranquilo. Sin soltárselas, continué explicándome con locuacidad, y dándole mil veces la razón le aseguré que todo debía empezar entre nosotros, y esta vez de mejor manera. Que sólo mi natural y estúpida timidez se encontraba en el origen de tan fantástica equivocación. Que mi conducta, cierto, podía haber sido interpretada como un inconcebible desdén por el grupo de pasajeros y de pasajeras, «héroes y encantadoras mezclados… providencial reunión de grandes caracterres y talentos… ¡Sin olvidar a las damas, los adornos de a bordo, incomparables artistas en el ramo musical!…». Todo y entonando copiosamente mi mea culpa, solicité, para concluir, que se me admitiera sin demora y sin restricción alguna en el seno del alegre grupo patriota y fraternal… En donde, a partir de aquel momento y para siempre, deseaba ser amable compañía… Sin soltarle las manos, bien entendido, redoblé mi elocuencia.

En tanto el militar no mata, es un niño. Se le divierte fácilmente. Como no tiene la costumbre de pensar, en cuanto le hablas se ve obligado a tratar de comprenderte, se decide a esfuerzos abrumadores. El capitán frémizon no me mataba, tampoco estaba bebiendo, nada hacía con sus manos, ni con sus pies; trataba sólo de pensar. Era enormemente demasiado para él. En el fondo le tenía agarrado por la cabeza.»

Viaje al fin de la noche (1932)
Louis Ferdinand Céline

Céline me recuerda a Michel Houellebecq. Bueno, esto no es exacto del todo. Realmente, fue Houellebecq quien me llevó a Céline. Vamos, que mientras leía Las partículas elementales, un glorioso libro del que un día hablaré aquí, apareció el nombre de Céline y me quedé con él.

En un momento especialmente escabroso del mencionado Las partículas elementales, un editor de periódico dice algo así -no es textual, rehago la cita en base al sentido que recuerdo-: «Los tiempos han cambiado, ahora tenemos que ser políticamente correctos. Esto no es como cuando escribía Céline». Resumo el capítulo -todavía sigo con Las partículas elementales-: el protagonista de la novela es un escritor de columnas de opinión bastante agresivas, que se publican periódicamente en un magazin. Un día escribe una en la que se pasa de la raya, pues mezcla aspectos sexuales, de raza y de religión que chocan con lo admitido como correcto por la sociedad. La respuesta del editor a su columna es la que he citado anteriormente. Supongo que no hace falta decir que ese virulento artículo que es vetado en la ficción, y que aparece extractado en la novela, constituye una de las grandes reflexiones de Las partículas elementales.

Es imposible escribir opiniones fundamentadas y novedosas si uno no se deshace de las barreras que nos impone lo políticamente correcto. Por ejemplo, ¿qué se puede decir sobre la forma de actuar de unos militares en un barco? ¿Echamos a los leones a Céline, o mejor a su personaje Bardamu, por opinar exactamente lo que está escribiendo? Suerte que corría 1932. En el siglo XXI tendríamos que haber glosado la valentía de estos soldados, su servicio a la sociedad y la defensa de los más necesitados. Y después, si somos valientes, algún discreto matiz que deberíamos aclarar como de escasa importancia. Y punto.

Cansa el más de lo mismo, conocer previamente lo que se va a opinar sobre cualquier tema, la seguridad que dan los argumentos comprendidos por todos. Al final, las conversaciones se convierten en algo parecido a entrevistas con futbolistas: todo falsa humildad, discursos aprendidos, declaraciones de intenciones vacías de contenido y respuestas esquivas a las cuestiones espinosas. Es imposible diferenciar a un delantero de un portero, o a un jugador del Madrid o del Barcelona -bueno, salvo en el caso de Eto’o, del que soy fan- Cansa, también, saber que en el momento en que se escriba de otra manera o se tense un poquito la cuerda, habrá reaciones virulentas -caso Eto’o, del que soy fan-.

Otro que puede dar fe de esta realidad humana es José A. Pérez, un comentarista de la actualidad algo irreverente -su blog, Mi mesa cojea, es uno de los que sigo con más alegría-, que ha sido en muchas ocasiones objeto de la ira de esos que se indignan con facilidad, de los guardianes de los tabús. Su último post se titula Ira social, y es un claro ejemplo de lo que acabo de comentar.

Más extractos de Viaje al fin de la noche en:
Parte I – Sobre la guerra
Parte II – Sobre los jefes
Parte III – Sobre la corrección política
Parte IV – Sobre la botánica
Parte V – Sobre Nueva York