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¿Las literaturas en castellano?

Doy por descontado que la suerte de Felisberto (Hernández) en Uruguay y Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un problema aún peor que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro concentra y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de forma sencilla viene a decir que los autores chilenos solo interesan en Chile, los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como si cada país hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si el placer estético de cada lector hispanoamericano obedeciera, antes que nada, a unos referentes nacionales, es decir, provincianos, algo que no sucedía en la década del sesenta, por ejemplo, cuando surgió el boom, ni, pese a la mala distribución, en la década de los cincuenta o cuarenta.

Autores que se alejan
Roberto Bolaño (2001)

Hoy traigo un trocito de una opinión de Bolaño, extraída del libro Entre paréntesis, que trata de recopilar todo lo que escribió en diarios, revistas y otras publicaciones. Todo, claro, excepto sus brutales novelas de las que aún no me he atrevido a hablar en internet, aunque sí en mi vida diaria. Quizás demasiado.

Pero veníamos a hablar del provincianismo de la literatura en castellano. La verdad es que yo hago un repaso de los últimos diez autores (de entre los que escriben en castellano) que he leído y me salen chilenos (el propio Bolaño), argentinos (Pola Oloixarac, el maravilloso Rodolfo Fogwill, Patricio Pron) y una joven colombiana que me dejó sorprendidísimo (Margaríta García Robayo). Vale que los españoles son la mitad, con Matías Candeira (al que le guste escribir relatos, que no se lo pierda), Jorge Carrión, Roberto Valencia, Sergi Pàmies e Isaac Rosa; pero creo que dentro de mí mismo abro la veda para considerar toda la literatura en castellano como una.

Y ahora la pregunta: ¿diferenciamos de forma provinciana la literatura? ¿Creemos diferente el libro escrito por un colombiano que por un español? Y si es así, ¿por qué?

¿Por qué vuelvo?

Además, recuerdo el final de L’Education sentimentale. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del incumplimiento?

El loro de Flaubert
Julian Barnes

¿Alguien ha conocido ese placer de la ilusión? Quiero decir, ¿alguien ha esperado con ansia la llegada de un acontecimiento y, cuando por fin ocurría, se sentía algo parecido a la desolación?

Bien, pues ya es realidad: he vuelto.

Y ya me he arrepentido.


La justificación

En estos meses de discreta actividad he observado una proliferación de blogs editados por personas individuales que se quieren mucho. Hablo de gentes que lanzan lo primero que se les ocurre al ciberespacio. Generalmente son arrebatos de furia, pero pueden ser descubrimientos sibaritas o análisis de coyuntura. Como si al ciberespacio le importaran. Siempre se creen con una personalidad que hace que sus ideas estén en ellos desde la infancia, pues tienen tanta razón que nunca cambiarían.

¿Alguien ha leído a algún gran pensador decir que sus ideas se le ocurrieron de forma repentina? Porque estos blogueros pretenden imitarlos con solo utilizar su tono, pero no saben nada del trabajo. Creen que tienen un don y pasan de la reflexión.

Trataré de definirlos como lo harían ellos mismos:

«Soy interesante, inteligente y no tengo pelos en la lengua. Poseo una agudeza natural que me permite encontrar aquellos recónditos detalles que hacen de mi rutina un festival del hallazgo. Además, mi innata intuición me permite inducir el todo por la suma de sus partes, gracias a lo cual desentraño sin error las normas ocultas que rigen el mundo. Como narrador, soy certero y hábil con el lenguaje, cuento con un léxico inabarcable y lo expongo de la forma cruenta y descarnada que es necesaria para glosar la puta vida. Por suerte, soy una persona humilde y no me defino así, pero es tan evidente que no puedo remediar que se acabe notando.»

Antes había muchos blogs que abanderaban esta suerte de solipsismo -a grandes rasgos, creencia de que si el mundo existees gracias a que yo lo percibo-, pero con el tiempo ha ocurrido una especie de invasión silenciosa, una plaga que visualizo en constante crecimiento, como esos documentales sobre la multiplicación celular -mitosis, creo que se llamaba-. Si han leído el relato de Roberto ArltLa ola de perfume verde -lo pongo para que lo lean-saben de qué hablo.

¿De verdad queremos leer a esos egos depresivos cansados de este mundo, a aquellos que se creen que su vida interesa a los demás? ¿Amamos la paranoia hasta el extremo de engrandecer a aquellos que se piensan constantemente, que se lamentan del mundo que les ha tocado vivir, que desprecian a sus iguales -o sea, nosotros- de una forma tan poco elegante? Más preguntas: ¿de verdad no se dan cuenta de que les hemos pillado, que sabemos que todo es una pose para tratar de ser admirados por nosotros? Y lo más importante de todo: ¿el próximo que vaya a lanzar un blog así de perspicaz será incapaz de deducir que son demasiados los vaciados que se han hecho del mismo molde?

Pero busquemos algo positivo

Lo hay. Aunque creo que son minoría los blogs que parten del trabajo, de la reflexión o de la ilusión, alguno hay. Son esos en los que se nota que el autor pretende hacer un mundo mejor  -sí, es un tópico, pero no se me ocurre ninguna manera mejor de decirlo-.

Me gustaría poner algunos de los blogs que incluyo en esta definición. Son algunos de los que con más gusto leo, y sobre todo algunos de cuya existencia estoy más agradecido. Pero serían demasiados. Bueno, qué coño, ahí voy con cinco de mis preferidos. Mezclo churras con merinas y su elección no atiende a ningún criterio explicable. Pero este es mi blog. Y una de las características de mi blog es que las razones por que se eligen sus contenidos son tan personales como patéticas. Espero que no se ofendan los ausentes. Espero que tampoco lo hagan los presentes:

– Jorge Carrión – Porque sabe mucho y cuenta más.
– El lento ahora – Más que por su blog, que mola, lo pongo por haber hecho posible esto otro: – Bajo un cielo abierto
– El economista humilde – Por la ilusión y porque el tema me parece imprescindible. Bueno, también por haberse convertido en la patada que me hacía falta para renacer el blog.
– El síndrome Chéjov – Porque me gustan los relatos y aquí aprendo de ellos.
– Guk, sobre periodismo y más – Por hacerme ver que se puede comunicar y obtener satisfacciones.

Y he aquí otra de las razones por las que vuelvo: algún día me gustaría aparecer en una lista de este estilo: aleatoria, simple, poco reflexionada, más de impulso que de convicción. Lo digo porque ya no me creo las oficiales y porque, qué coño, tiene que dar algo de felicidad que un ser humano individual te tome como ejemplo de algo bueno, por muy indefinible que sea.

También hay otra razón para volver, y es que una de las cosas que más me gustan es hablar de literatura. No estoy seguro de saber mucho del tema, por lo menos no en un porcentaje suficiente como para alardear de ello; pero me encanta compartir todo lo que aprendo. Si queréis encontrar a alguien que sepa de verdad de esto, algunos están en la lista de arriba, y otros linkados a la derecha.

PD. Esta digresión inicial es para matar la necesidad de exhibicionismo on line que llevamos todos dentro. Una vez me he erigido en salvador de todo el ciberespacio recupero la autocrítica y me meto las ganas de destrucción por el orto.

PD. 2. Por cierto, si alguien se ha dado por aludido agradeceré me envíe muchos comentarios ingeniosos que conviertan mi blog en un lugar polémico y molón.

Amélie Nothomb – Un viaje de letras

«-¿Entonces sigue creyendo que Dios existe?

-Sí, puesto que no dejo de insultarlo.

-¿Y por qué le insulta?

-Para obligarle a reaccionar. No funciona. Permanece impasible, sin dignidad ante mis injurias. Incluso los hombres son menos blandos que él. Dios es un mamarracho. ¿Se da cuenta? Acabo de insultarle y él permanece callado.

-¿Y qué le gustaría que hiciese? ¿Que le fulminara con su ira?

-Creo que lo confunde con Zeus, caballero.»

Cosmética del enemigo (2001)
Amélie Nothomb

Confieso que me acerqué con cuidado a ella. Había oído hablar de la Nothomb pero siempre recibía con recelo las opiniones, como escucho a mi abuela cuando me habla de esa chica de la frutería que tengo que conocer porque es hacendosa y limpia y también está soltera y mayor.

No sé de dónde me habría venido la duda sobre Amélie Nothomb. No había leído nada sobre ella y todas las opiniones eran favorables, o sea que no pintaba mal para una lectura de esas de relajar los músculos. Quizás es porque había demasiados libros suyos en la biblioteca, algo que me suele producir rechazo. O quizás porque es mujer y llevo implícito en mi subconsciente un machismo literario que sería suficiente para enviarme mil años atrás y dejarme allí colgado. Esto último lo decía en broma. Bueno, sí, la intención era la broma, pero ahora mismo me está entrando una duda de autoconocimiento que me empieza a preocupar: reviso el blog y sólo tengo dos nombres de mujer, uno de una norteamericana desconocida que escribe de miedo –Ann Beattie– y otro de una escritora intimista, dulce, con mucho talento para la construcción de personajes, pero que en mi opinión se pasó de líneas en su primera novela y a la que no traté muy bien en el comentario –Leticia Sigarrostegui-. ¡Joder, yo que me creía un tipo moderno y voy a acabar siendo un cavernícola! ¿Realmente puedo yo ser machista, algo que no me había ni remotamente planteado? ¡Abuela, llama a la frutera, que acabo de descubrir que tenías razón, que necesito a una mujer limpia que me cuide la casa, planche y cocine mientras veo con los amigotes el fútbol!

Bueno, volvamos a Amélie Nothomb, que a este paso pierdo la mitad de mis lectores -contando con que la paridad se aplique también al blog-. Sea por lo que sea, y olvidando esa sospecha que me ha entrado en el párrafo anterior, confieso que nunca me había acercado a la escritora belga nacida en Japón. Para remediarlo, la mejor manera fue coger el libro más fino que encontré –Cosmética del enemigo– y empezarlo a leer. Tenía unos minutillos de descanso, así que me puse a hojearlo sin mucha fe y… no salí de la biblioteca hasta acabarlo. Vale que el libro es breve, su lectura completa no dura más de una hora, pero cayó como un vendaval.

En cuatro páginas me vi enganchado en una conversación estúpida entre un señor que lee mientras espera la salida del avión, y un pesado impertinente que empieza a hablarle y a perseguirle hasta que consigue ser escuchado. Conforme avanzan las hojas, la conversación se va haciendo más densa e incómoda mientras el pesado se encuentra cada vez más en su salsa. El otro, el lector, quiere huir pero poco a poco se ve metido de lleno en la trama, y contempla cómo su vida se desmorona poco a poco. Mientras avanzamos por la Cosmética del enemigo, el tono anímico sube al mismo tiempo que la altura intelectual y el relativismo que preside las vidas de los contendientes. En ocasiones, incluso se cita a personajes como Spinoza o Pascal. Por cierto, ¿alguien sabía que la palabra cosmética no se refiere únicamente a esos embellecedores para humanos, sino que tiene origen en la fuerza que regula los mecanismos del universo -cosmos-? Hay momentos en que parece que la tensión ha alcanzado el límite, pero siempre aparece un detalle más, otro dato, que aumenta la tirantez.

Al final, tras un inesperado y violento viaje de letras, levanté la vista y volví a reconocer la biblioteca. Respiré hondo, dejé Cosmética del enemigo en su estantería, recogí las cosas, y me fui a casa. Ahora lo pongo aquí para recordarlo. ¡Ah! Y también para dar el primer paso en la lucha que acabo de empezar para acabar con mi machismo cultural. Espero hacerlo con rumbo y lógica, no como otros que quién sabe en qué estarán pensando.

Hoy hablo de historia, de la de verdad

««Cuando miro hacia atrás, a aquellos años -escribe el novelista Juan Marsé (1970:31)-, sólo veo las calles oscuras y la gente en las colas del hambre, y ejércitos de altanería, paveros y matones, imponiendo su facha en las ciudades y descargando sus fusiles en las afueras, y bombardeos increíbles escuchados en una radio antigua en forma de capilla, e informes sobre campos de concentración a gas, y nazis y fascistas, y ruinas y restos humanos, y guerra fría de propaganda y castigo.» La posguerra hizo más discreto el ruido de las armas, disciplinó sus descargas obedientes, pero sobre todo agudizó violentamente los contrastes de una sociedad degradada, miserable y envilecida: en un extremo los beneficiarios inmediatos de la nueva situación, que recuperaban un ritmo de vida y un brillo forzado -se le volvería a llamar hortera-, y una extensísima y densa capa de humillados y desposeídos, masas hambrientas que intentaron reanudar la vida diaria con lo que quedaba de ellos, de sus familias y de sus pertenencias (si las habían tenido o si algo conservaban de ellas de regreso a sus lugares de origen tras la guerra).

La primera de todas las leyes fue la del silencio y con ella el terror a la delación: el silencio por las actividades de un pasado que se callaba a cambio de intentar la reanudación de la vida cotidiana y laboral, porque la declaración de buenas costumbres fue una herramienta decisiva para encontrar trabajo, o para evitar una depuración que condenaba a la marginalidad, o a buscar un aval seguro. El silencio en las ciudades tenía alguna eficacia cuando se regresaba o se llegaba a barrios o zonas urbanas nuevas -sin memoria, ni amistades ni familiares. En las zonas rurales o en poblaciones pequeñas el silencio era generalmente inútil. Todos sabían quién había sido maestro republicano, quién había asistido o resistido a la sublevación militar, quién había animado un conato de revuelta campesina durante la República, o quién coleccionaba literatura anarquista o sicalíptica, quién leía autores rusos o votó al Frente Popular, quién había aplaudido las derrotas o las victorias de cada bando durante la guerra y de qué lado había luchado cada cual. Se sabía y se callaba el lugar en que las detonaciones de madrugada significaban un nuevo fusilamiento -en las playas o en los descampados-, y cualquiera podía ser llevado a comisaría y no ser devuelto a casa.»

La España de Franco. Cultura y vida cotidiana(2001)
Jordi Gracia García y Miguel Ángel Ruiz Carnicer

Por si alguien dudaba de si se puede hacer literatura a partir de la disciplica histórica, aquí va este violento episodio de vida y miedo.

Los que leemos estamos acostumbrados a descubrir vidas que no son reales, emocionarnos como si lo fueran y extraer enseñanzas de relatos que no han ocurrido. No seré yo quien desmitifique esa manera de hacer experiencia: precisamente por eso leo ficción, para vivir vidas que no son la mía, emocionarme y, luego, saber más y ser mejor.

Y de repente encuentro este manual de historia, un estilo de libros al que siempre me acerco con cautela, aunque ya no con cara de asco. He de puntualizar que algo ha mejorado la disciplina histórica, porque antes mi acercamiento a aquellos libros siempre azules era diferente. En mi infancia, aquellos tochos llenos de fechas y nombres ilustres, aquellos tratados del desinterés, me llevaban a un estado de desidia sólo comparable al que me produce el visionado de un partido de curling. Y de repente, decía antes de esta digresión, descubro en un documento histórico a la literatura robada de su lugar original, y colocada en donde pocas veces hasta ahora había estado. Y cómo mejora todo.

Cómo mejora encontrarse con historiadores que comunican. Cómo gusta leer la historia de las personas, más allá de batallas, tratados, trampas, estructuras políticas, ascensos de poder, avances de los ejércitos y mapas de reparto de tierras. En esta historia puedo vivir yo y sentir el miedo, y entender por qué afiliados a partidos de izquierdas renunciaban a sus ideas, por qué se tragó con una tiranía que obligó a tanto sacrificio inútil. ¿Qué haría yo en una situación como aquella?

No me planteo esta cuestión cuando me hablan del avance del ejército nacional, de las últimas plazas de resistencia republicana o el traslado de la capital a Valencia. Sí me la planteo, en cambio, cuando leo que la gente moría por la noche, a traición; cuando alguien que podría haber sido yo era delatado, o delataba; o cuando ese alguien contribuía a que otros murieran o no hacía nada para evitarlo. Veo entonces que quienes se beneficiaban de todo esto no eran personas malas intrínsecamente, sino gentes como tú o como yo que salían de la más cruel de las pesadillas, con los escrúpulos ahogados en la costumbre de la muerte, obnubilados por la ambición de dar a sus hijos un futuro mejor. Gentes con vendas en los ojos que no querían ver que la miseria de los demás era culpa suya -¿no actuamos hoy del mismo modo? ¿Y si hablamos de África, por ejemplo?-.

Leo el miedo de las personas y ya la historia me sirve para vivir.

Ojo, no estoy hablando de una novela histórica con un cierto parecido con la realidad. Hablo de contar hechos probados, comprobados, sintetizados y bien planteados; hechos reales que se producen y se estudian en universidades. Hablo de un manual de historia. Este trabajo histórico obliga a un gran esfuerzo extra. Obliga al estudio de fuentes diversas y no siempre las oficiales, unas que sirven y otras que no, historias particulares que no se pueden generalizar por sí solas, que necesitan contraste y verificación. Exige un trabajo de interpretación para taimar las opiniones sesgadas y, sobre todo, los prejuicios. Y además una implicación para obtener conclusiones globales de la maraña de datos particulares. Un trabajo titánico que, cuando se hace con cariño, genera documentos como éste que emociona, y nos permite aprender de la historia. De la historia de verdad.