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Michel Houellebecq – Y el amor en un futuro cercano

A Isabelle no le gustaba el placer, pero a Esther no le gustaba el amor, no quería estar enamorada, rechazaba ese sentimiento de exclusividad, de dependencia, y toda su generación lo rechazaba con ella. Deambulé entre ellos como una especie de monstruo prehistórico con mis necedades románticas, mis apegos, mis cadenas.

Para Esther, como para todas las chicas de su generación, la sexualidad no era más que un divertimento placentero, guiado por la seducción y el erotismo, que no conllevaba ninguna implicación sentimental especial; seguramente el amor, igual que la piedad según Nietzsche, nunca había sido otra cosa que una ficción inventada por los débiles para culpabilizar a los fuertes, para imponer límites a su libertad y su ferocidad naturales. Las mujeres habían sido débiles, en especial a la hora de parir, en sus comienzos necesitaban vivir bajo la tutela de un protector poderoso, y a tal efecto habían inventado el amor, pero en la actualidad se habían vuelto fuertes, eran independientes y libres, habían renunciado tanto a inspirar como a experimentar un sentimiento que ya no tenía ninguna justificación concreta.

El proyecto milenario masculino, perfectamente expresado en nuestra época por las películas pornográficas, consistente en despojar la sexualidad de toda connotación afectiva para devolverla al campo de la pura diversión, había conseguido realizarse por fin en esta generación. Lo que yo sentía, esos jóvenes no podían ni sentirlo ni comprenderlo exactamente, y si hubieran podido habrían experimentado una especie de incomodidad, como ante algo ridículo y un tanto vergonzoso, como ante un estigma de tiempos más antiguos.

Tras décadas de condicionamiento y de esfuerzos, por fin habían conseguido extirpar de su corazón uno de los sentimientos humanos más antiguos, y ya estaba hecho, lo que se había destruido no se podría reconstruir, igual que los añicos de una taza rota no podrían reensamblarse por sí solos; habían alcanzado su objetivo: no conocerían el amor en ningún momento de su vida. Eran libres.

La posibilidad de una isla
Michel Houellebecq

Posiblemente no haya un escritor que pueda mostrar de forma tan descarnada lo pasajero de los sentimientos humanos. Cuando se lee a Michel Houellebecq, los esquemas vitales sobre los que nos sujetamos se rompen de una manera estrepitosa. Y todo surge de la lógica. Mediante argumentos hilados con la perfección de un retórico, Houellebecq parte de nuestras realidades presentes -realidades fácilmente reconocibles por todos- para llegar a unas conclusiones sorprendentes, pero irrefutables. Ejemplo de silogismo houellebecquiano: en el origen de la especie se inventó el amor para que los hombres se sintieran culpables si herían o no protegían a las mujeres, entonces débiles. Los hombres se han querido quitar esa carga de encima durante siglos. Y al final, son las mujeres las que se han liberado para darles a los hombres ese anhelo. El resultado es el que estamos viviendo: hombres con libertad, pero descorazonados. Algunos no lo aceptan, y reaccionan. Por eso hay dominadores y asesinos.

Las conclusiones de Houellebecq no son especulaciones fantásticas de un escritor inspirado y genial; más bien son como misiles que revientan en nuestro futuro más inmediato, bofetadas que se clavan en nuestra vida burguesa para contarnos adónde nos lleva la el camino que hemos tomado. Desde que la he leído ya quiero cambiar algo. O todo.

No es un libro fácil para los acomodaticios: es un libro de lectura rápida, interesante, pero rompe cosas en nuestro interior. Salvo que no se quiera entender. O que se sea un insensible.

Leticia Sigarrostegui – En femenino

«- Fátima, imagínate que tienes un hermano y que ha muerto. Si la gente te pregunta si tienes hermanos, ¿les dirías que eres hija única?

No puedo mirarla a los ojos porque me pican. Me da mucha vergüenza llorar delante de la gente. Incluso delante de ella.

– Claro que no. Tú siempre tendrás un hermano. Hasta el día que te mueras.

Sabe que hablo de Álvaro y de mí. Pero no lo dice como otros. Es mi hermano.

– ¿Cómo es ser hijo único?

Me mira y se ríe.

– ¿Cómo es no serlo?»

Álvaro fue (2005)
Leticia Sigarrostegui
Ed. Lengua de Trapo
Pág. 380
Álvaro fue es una novela sobre neurosis femeninas.

¿Cómo se escribe el silencio?- me pregunto. Porque, claro, cuando a uno le sale una frase como la que acabo de escribir los lectores necesitan un tiempo en silencio para reflexionarla.

Mientras me admiro sobre mi sagacidad, se me ocurre pensar en un concepto: críticos literarios pretenciosos. Qué pobre intento de profundidad de análisis. De esas de reseñista de los baratos.

Crítico literario de los baratos – ya lo he pillado, el quid de la novela, gracias a mi afilada intuición y sentido crítico: Álvaro fue es una novela sobre neurosis femeninas.
Lector barato de crítico literario de los baratos – vaya, otra novela sobre neurosis femeninas.
Lector inteligente de crítico literario de los baratos – vale, otra novela sobre neurosis femeninas, ¿alguna razón para que me la lea?
Buen crítico literario – mierda, no me he leído la novela -como siempre-, tengo que escribir mi reseña semanal sobre este libro y en google sólo encuentro a este tonto del culo -Zeberio- que se cree Ferlosio.”

Bueno, a Álvaro fue.

Se agradece cómo ha pillado la autora las voces. La madre, la novia y la hermana de Álvaro se reconocen al instante aunque no se les mencione, tan solo por la manera en que hablan desde el papel.

Y no se agradece el excesivo metraje de la historia. Álvaro fue tiene casi 400 páginas para una historia que podría haberse contado en 150. Es como si intentamos rodar Lo que el viento se llevó con el argumento de un capítulo de La familia Mata. Claro que aquí cualquiera me podrá decir que también James Joyce escribió 3.000 páginas porque su madre no le dio un beso una mañana.

Por cierto, magnífica la edición y encuadernación de Lengua de Trapo. Hacen los libros más cómodos de leer que conozco, tanto en cuanto a su presentación como su limpieza. Si un día escribo un libro, quiero que me lo editen ellos.

Me ha salido una reseña plagada de digresiones. Es que, realmente, no se me ocurrían muchas cosas que decir del libro. Será que no entiendo mucho de neurosis femeninas. Ni de neurosis ni de nada femenino, pero esta es otra historia que no nos interesa.

La pregunta es: ¿Por qué, entonces, pongo esta entrada en el blog? Bueno, el diálogo es entrañable, ¿o no?

Ya.

Baricco – Una dulce presentación

«Hervé Joncour vio aparecer aquella mancha pálida en los límites de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hara Kei y después, absurdamente, continuar deslizándose hasta asir sin titubeos la otra taza, que era inexorablemente la taza en que él había bebido, alzarla ligeramente y llevarla hacia ella. Hara Kei no había dejado ni un instante de mirar inexpresivamente los labios de Hervé Joncour.

La muchacha levantó ligeramente la cabeza.

Por primera vez apartó los ojos de Hervé Joncour y los posó sobre la taza.

Lentamente, le dio la vuelta hasta tener sobre los labios el punto exacto en el que él había bebido.

Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té.

Alejó la taza de los labios.

La deslizó hasta el lugar donde la había cogido.

Hizo desaparecer la mano bajo el vestido.

Volvió a apoyar la cabeza en el regazo de Hara Kei.

Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.»

Seda
Alessandro Baricco

Tengo que confesar, aún a riesgo de quedar como un cursi, que esta escena me llegó a conmover. Y ya está.

Porque, por lo demás, Seda es una fábula que suena a engordada a pesar de su brevedad. Y eso que Alessandro Baricco trata de mantener la atención del lector mediante el recurso a los ritmos orientales, esos tan pausados en los que se reconocen tanto los estribillos como las codas. Pero ni el ritmo es suficiente -los viajes de ida y vuelta desde Francia hasta el extremo oriente, que ocupan un amplio porcentaje de páginas, no son en absoluto lúdicos; sino repetitivos e insustanciales- ni consigue mantener la atención -no hay evolución de trama, ni de personaje; solo monotonía-. Aunque, bueno, otra opción es que yo no entienda la cadencia japonesa de la que tanto se habla, esa en la que las ideas son mecidas lentamente.

Tanto aburrimiento hace que lleguemos con ansia al final: el único haber de esta historia. La trama da un giro que rompe la expectativa y consigue dejar un regusto agradable sobre el libro. Pero luego, desde la distancia, pienso que quizás ese final habría podido justificar un buen relato. Y que, por la intención tan evidente de querer estirar una buena idea hasta más allá de sus límites, se ha estropeado el interés.

Solo se me ocurre una razón para recomendar seda: es muy breve. Como decía, aún y todo suena a que la han engordado al máximo, pero se lee en una tarde. Por ejemplo, en pleno invierno, mejor si estamos con resaca y no tenemos nada mejor que hacer. Se pasa un rato entretenido entre sueño y sueño y, luego, a otra cosa.