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Hemingway y el microrrelato


«Vendo zapatos de bebé, sin usar.»

Ernest Hemingway

Os jodéis. No haber entrado en este blog.

Tobias Wolff – Sobre militares y gays

«-¡Oye! -dice Lewis. Aquello le sienta bien-. Ya me gustaría habérmelo puesto antes.

La piel ardiente traga la loción. El profesor vierte más, directamente del frasco, en el dorso de la mano de Lewis. Lewis se echa hacia atrás y cierra los ojos. El cuarto está fresco, y azulado. Fuera canta un jilguero, uno de los tres pájaros que el profesor puede identificar. Frota con la loción la mano de Lewis, notando que el calor desaparece poco a poco; los movimientos de su propia mano son circulares y rítmicos. Al cabo de un rato se olvida de lo que está haciendo. Se olvida del estómago que siempre le duele, se olvida de los niños y niñas a los que da clase y que parecen destinados a convertirse en unos brutos y unas guarras, se olvida de su odio a la casa y de su miedo a estar en otro sitio. Se olvida de la sensación de estar absolutamente solo.

Lo mismo le pasa a Lewis.

Luego el cuarto está silencioso y gris. El profesor no tiene ni idea de cuándo dejó de cantar el pájaro. Baja la vista hacia donde su mano y la de Lewis están unidas, con los dedos entrelazados. Al fin Lewis está quieto. Respira tan pacífica y regularmente que el profesor cree que está dormido. Entonces ve que Lewis tiene los ojos abiertos. Hay en ellos un leve resplandor de luz.

El profesor suelta su mano de la mano de Lewis.

-Tengo que admitir que este producto es muy bueno -dice Lewis-. Debería ir a comprarme un frasco.»

Ladrón de cuarteles (1984)
Tobias Wolff

Desde que me di cuenta, en la pasada entrada, de mi machismo cultural algo ha cambiado en mí, y por tanto en mi blog. Entró Amélie Nothomb de forma elogiosa, leo a Patricia Highsmith como me recomendaron por ahí -lo siento, la recomendación que se me hizo sobre leer a Murakami no la voy a recoger por el momento, creo que queda explicado al leer aquí– y ahora me lanzo con una entrada sobre gays. Al final, de parecer un hincha de la selección española de fútbol voy a pasar a hacer un blog rosa. Lo que cambian las cosas.

La historia que nos cuenta Tobias Wolff no se puede considerar rosa en sí misma, pero sí el pasaje que he extraído. ¿Por qué? Porque Lewis es un militar bastante violento y díscolo, un macho con dos cojones -como yo hasta la semana pasada-, que de repente se ve atraído por un afeminado profesor de escuela del que se habría reído sin parar en otro momento. No sigo contando para no pasarme con los spoilers -que ya son bastantes-, y porque quiero que alguien coja el libro de la biblioteca y comente sus opiniones. Merece la pena, que las bifurcaciones de la trama son numerosas, pero lo que más impresiona de esta historia es su estructura. Voy a tratar de explicarla.

Las primeras páginas están dedicadas a presentar a una persona que no es Lewis. Nos relata parte de su vida en la ciudad hasta que entra en el ejército. Allí, conoce a algunos compañeros que están en su misma situación de reclutas novatos. Uno de ellos toma de repente el protagonismo en la historia. No sabemos nada de él y de repente es el centro. Parece una ramificación del argumento después del cual volverá al personaje principal, pero no ocurre así. Lo mejor es que luego entra en escena Lewis, el compañero más arisco del cuartel, y el foco se queda con él para el resto de la novela. No volvemos a saber del primer protagonista, algo que, cuando menos, se hace bastante extraño.

Me explico: si yo quiero contar la historia de Lewis lo normal es que me centre en su vida, cuente luego los hechos que interesan y aporte o no alguna conclusión. Clásica tarea de contador de historias enteras, que luego se rompen en pedacitos y se reelaboran para formar una estructura que obligue a pensar al lector y por tanto llegue a él. O sea, si quiero contar la historia de Lewis no pienso en la vida pasada de su compañero de cuartel, como hace Tobias Wolff enLadrón de cuarteles, sino en la del propio Lewis. En una primera lectura da la impresión de que el autor empezó a escribir sobre un protagonista sin saber muy bien adónde le llevaría la historia, luego se fue por las ramas y, al ver que eran más interesantes, decidió no volver.

O sea, que deja una sensación un tanto extraña. ¿Por qué me ha gustado, entonces, si aparentemente es tan poco correcta? Porque pese a la desorientación que me crea, creo que es la única forma en que podía contarse esta historia, aunque dicha manera esté en contra de todo lo que académicamente se considera correcto. Además, me parece un libro sólido y con un enorme poso para la reflexión, tanto por lo comentado anteriormente, como por las repercusiones morales y narrativas que plantea. Este aspecto, el remanente intelectual que deja una historia, es algo que sólo se puede averiguar conforme pasa el tiempo, dejando la distancia necesaria y sumando otras lecturas para ver si ocupan su hueco. Leí este libro hace poco más de un año, han caído muchos más después, y sin embargo no desaparece esta historia cuando me planteo cuáles son las que más me hacen pensar.

 

«Terminan los avances y empiezan los dibujos animados, una película de Tom y Jerry. Cada vez que el gato choca contra una pared o mete el rabo en un enchufe de la luz, Lewis se parte de risa. De vez en cuando le chilla advertencias al gato. La pareja de delante de él se cambia de sitio. Los dibujos animados que vienen después son de Goofy. Una mariposa escribe los títulos de crédito, volando de un lado de la pantalla al otro.

Mariposa, mariposones – dice Lewis.

Cuando oye la palabra se le encoge el estómago. Se levanta y sale. Se detiene un momento debajo de la marquesina, sólo para respirar a fondo, y luego corre acera abajo en la dirección que tomó el descapotable, apartando a la gente de su camino sin miramientos. Corre tres, cuatro, cinco bloques hasta donde termina el centro. Los ojos le pican por el sudor que les ha entrado y tiene la camisa empapada. Se saca el frasco de loción de calamina del bolsillo y lo tira a la calzada. Se hace pedazos.

– Yo no soy un mariposón -dice. Mira pasar los coches un rato, cerrando y abriendo los puños, luego da media vuelta y se dirige a Fayeteville en busca de una chica.»


Me gustaría que si alguien lo ha leído comentara su opinión. Y si no aparece nadie que lo haya hecho, os animo a ello. Es es un libro cortito, de menos de cien páginas, y que forma parte de estas novelas del típico realismo americano, ese que no necesita traducción simultánea ni erudición máxima para comprenderlo. No os costará mucho esfuerzo, así que, esta vez la petición es en firme, leedlo y haceos presentes, queridos lectores de mi nuevo blog rosa.

Toole – Leer a carcajada limpia

«-Ignatius, chico, déjame entrar -chilló.

-¿Que te deje entrar? -dijo Ignatius a través de la puerta-. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.

-Déjame entrar.

-Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.

La señora Reilly aporreó la puerta.

-No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.

-Abre la puerta, Ignatius.

-¡Ay, la válvula, que se me cierra! -croó sonoramente Ignatius-. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?

La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.

-Bueno, no rompas la puerta -dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.

-¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?

-Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.

-Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.

-Mi yo no carece de elementos proustianos -dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente-. Oh, mi estómago.

-Aquí huele a demonios.

-Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.

-Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.

-No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esa súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.

-He venido a hablar contigo, hijo. Saca la cara de entre esas almohadas.

-Debe de ser la influencia de ese ridículo representante de la ley. Parece que te ha vuelto contra tu propio hijo. Por cierto, se ha ido ya, ¿no?

-Sí, y me disculpé por tu actuación.

-Madre, estás pisando los papeles. ¿Tendrías la bondad de desplazarte un poco? ¿No te basta con haberme destrozado la digestión, también quieres destruir los frutos de mi cerebro?

-Bueno, ¿dónde quieres que me ponga, Ignatius? ¿Quieres que me meta en la cama contigo? -preguntó furiosa la señora Reilly.

-¡Mira dónde pisas, por favor! -atronó Ignatius-. Dios santo, nunca existió nadie tan total y literalmente acosado y asediado. ¿Qué es lo que te ha impulsado a entrar aquí en este estado de locura absoluta? ¿No será ese olor a moscatel barato que asalta mis órganos olfativos?

-He tomado una decisión. Tienes que salir y buscarte un trabajo.

Oh, ¿qué broma pesada estaba gastándole ahora Fortuna? ¿Detención, accidente, trabajo? ¿Dónde acabaría aquel ciclo aterrador?

-Comprendo -dijo pausadamente Ignatius-. Sabiendo como sé que eres congénitamente incapaz de llegar a una decisión de esta importancia, supongo que ese policía subnormal es quien te ha metido la idea en la cabeza.

-El señor Mancuso y yo hablamos yo como solía hablar con tu papá. Tu papá me decía lo que había que hacer. Ay, ojalá estuviera vivo.

-Mancuso y mi padre sólo se parecen en que los dos dan la impresión de ser seres humanos bastante inconsecuentes. Sin embargo, tu actual mentor parece de esos individuos que piensan que todo puede arreglarse si todos trabajamos sin parar.

-El señor Mancuso trabaja duro. Tiene un trabajo muy difícil en el barrio.

-Estoy seguro de que mantiene a varios vástagos indeseados, todos los cuales están deseando crecer para ser policías, las chicas incluidas.

-Pues has de saber que tiene tres niños preciosos.

-Me lo imagino -Ignatius comenzó a saltar lentamente en su cama-. ¡Uau!

-Pero qué haces, ¿otra vez estás tonteando con esa válvula? Eres la única persona que tiene una válvula. Yo no tengo ninguna válvula.

-¡Todo el mundo tiene válvula pilórica! -chilló Ignatius-. Lo que pasa es que la mía está más desarrollada. Intento despejar un pasaje que tú has logrado bloquear. Aunque tengo la impresión de que puede estar ya bloqueado para siempre.»

La conjura de los necios (1962)
John Kennedy Toole

La risa suele ser más cosa colectiva, de amigotes, cubata en mano y chiste de mal gusto; con ella demostramos complicidad, aprecio, buen rollo y, sobre todo, identificación con una serie de lugares comunes que nos son propios sólo a nosotros -a nosotros los colegas, a nosotros los listos, a nosotros los de Pamplona o a nosotros los hombres machitos en toda su generalidad y extensión-. Cuando uno lee no suelen darse esas condiciones; quiero decir, es una actividad que se lleva a cabo en silencio, sin música estridente y sin amigotes que coreen. Lo de los cubatas, allá cada uno, no seré yo quien impida agarrarse un pedo y echarse después unos párrafos, que de todo tiene que haber en este aburrido mundo de los libros.

Pero llega el momento de coger entre las manos novelas como La conjura de los necios, y uno se da cuenta de que no hace falta compañía para garantizar la risa. Este verano -cuando aún existía la estación, que el otoño ha caído en Pamplona como si no hubiera más lugares desapacibles en el mundo- releía yo La conjura de los necios en la piscina, rodeado de chicas embarazadas que veían jugar a niños ya nacidos y chulitos cachas con raquetas de tenis; y leía, me despistaba y por un instante no podía evitar gritar unas risas que atraían todas las miradas. Al principio daba corte, pero luego, cuando mi reputación de ser humano normal un poco gordito había caído por los suelos y ya pensaban en mí como el lunático ese de los libros, me dejaba llevar y me partía con las ocurrencias de otro gordo mucho más impertinente: Ignatius Reilly, uno de los personajes mejor dibujados que he leído, alguien a quien todos querríamos conocer alguna vez para poder partirle la cara con todo merecimiento.

Su historia tiene momentos tan hilarantes que obligan a cerrar el libro y respirar hondo para dejar pasar el ataque. Los demás personajes que se presentan no son menos memorables. Las cartas de Myrna Mankoff a Reilly son inconmensurables, con ese encabezamiento de «señores» en todas ellas; las respuestas de Reilly, y sobre todo su escasa conexión con la realidad; las verdades de Bruma Jones, el negro deslenguado; el McCarthismo irreflexivo -valga la redundancia- del sr. Robichaux, la histeria de la señora Levy… una galería de prototipos que John Kennedy Toole mezcla -más bien, revuelve- en la novela, a los que saca punta con bisturí de cirujano, y cuyas características estira hasta el absurdo para conseguir una historia llena de conexiones imposibles, diálogos ácidos y malos entendidos con un ágil toque de camarote de los hermanos Marx. En suma, una joya para pasar muy buenos ratos, ver la realidad con otros ojos y leer buena literatura sin tener que poner cara de gafapasta.

Que un autor con el humor y la verborrea de John Kennedy Toole no viera publicarse ninguna de sus novelas es una mala noticia. Que se suicidara a los 32 años a causa de la depresión que le entró porque ninguna editorial se decidía a sacar a la luz La conjura de los necios es una malísima noticia. Que, en 1981, la misma novela rechazada doce años antes ganara el premio Pulitzer es una demostración de que la justicia, en el sistema editorial, llega tarde en las ocasiones en que lo hace; un sistema, el tradicional -parece que surgen propuestas que abren huecos a la esperanza, espero que duren- que tiende a encumbrar a escritores con más contactos que talento y a ignorar lo que llega por otros cauces.

 

Kerouac – De turismo por el origen de la miseria

«Oí una gran carcajada, la risa más sonora del mundo, y allí venía un amojamado granjero de Nebraska con un puñado de otros muchachos. Entraron en el parador y se oían sus ásperas voces por toda la pradera, a través de todo el mundo grisáceo de aquel día. Todos los demás reían con él. El mundo no le preocupaba y mostraba una enorme atención hacia todos. Dije para mis adentros: «¡Whamm!, escucha cómo se ríe ese hombre. Es del Oeste, y estoy aquí en el Oeste.» Entró ruidoso en el parador llamando a Maw, y ésta hacía la tarta de ciruelas más dulce de Nebraska, y yo tomé un poco con una gran cucharada de nata encima.

-Maw, échame el pienso antes de que tenga que empezar a comerme a mí mismo o a hacer alguna maldita cosa parecida -dijo, y se dejó caer en una banqueta y siguió ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!-. Y ponme judías con lo que sea.

Y el espíritu del Oeste se sentaba a mi lado. Me hubiera gustado conocer toda su vida primitiva y qué coño habría estado haciendo todos esos años además de reír y gritar de aquel modo.»

En el camino (1957)
Jack Kerouac

Droga dura para volver, esta vez sí, a la actividad. Mira que llevaba tiempo con ganas de hablar de este libro, no porque sea uno de mis preferidos -de hecho me parece un libro con muchas posibilidades de lectura, pero no hasta el punto de ser favorito-, sino por su desmesurada y a mi modo de ver exagerada aceptación popular. De entrada, una cagada de los encargados de la traducción: me gustaría saber por qué, si el libro se titula On the roadEn la carretera-, en castellano lo plantan como En el camino. Seguro que hay alguna explicación más o menos lógica, pero no estaría mal que alguien me la diera. El título actual me recuerda, y no soy el único, a cierto manual de uso religioso sin mucha relación con el tema del que hablamos.

El libro ha sido calificado de infinidad de formas: el definitivo manifiesto Beat, la biblia hipster, el ritmo del bop hecho letras y otros miles de elogiosos apelativos que incluyen algún término inglés cuya pertinencia depende más de su sonoridad que de lo que realmente significan. En definitiva, un libro que ha sido colocado en los altares de la gloria por ser el retrato de una generación, la de los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, en el país más poderoso del mundo. A causa de esta novela su autor, Jack Kerouac, alcanzó unas cotas de conocimiento que no supo digerir. Tan tímido era el pobre que dicen que siempre se emborrachaba antes de conceder una entrevista, hasta que un día, a los 47 años, acabó muerto por una cirrosis.

On the road está escrito a modo de novela autobiográfica. Sal Paradise -alter ego de Jack Kerouac-, es el narrador de la historia. Quizás sea por la timidez del autor, pero echo de menos una mejor definición de este personaje. Bueno. El caso es que Paradise recorre los Estados Unidos a la velocidad de la locura de su acompañante, Dean Moriarty, y éste es precisamente quien nos enamora, el que odiamos, el verdadero protagonista de la novela. El loco egoísta que quema la vida en los cilindros de cualquier Cadillac, Hudson o Dodge rumbo hacia ninguna parte, ahora hacia el este, ahora hacia el oeste. Nueva York es uno de los lugares de esa ninguna parte, como San Francisco -Frisco en la novela-, o Dénver en múltiples ocasiones, o Los Ángeles e incluso México, el desconocido y sorprendente paraíso del sur.

Dos aciertos veo en el haber del libro. Por un lado, la fastuosa presentación de cada lugar de los Estados Unidos. En todo momento uno es consciente de dónde se encuentran los protagonistas, bien en el árido oeste o en la dinámica y civilizada Nueva York. Por otro, una filosófica lectura entre líneas que se convierte en aviso para navegantes relatado de forma sangrienta. Después de la segunda guerra mundial, con victoria del imperio, se encumbró al capitalismo a la categoría de divinidad indiscutible, y abrió la puerta al gran pecado de esta doctrina: el consumismo -que ahora parece que está llegando a su fin merced a la manida crisis, ojalá-. Moriarty consume kilómetros y experiencias, y mujeres y drogas, y coches y fracasos tras fracasos y cuando se asienta es por poco tiempo: en seguida se da cuenta del error y vuelve a huir, olvida lo que le da razones y busca más elementos de consumo.

 

«Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, y persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste.»

Éste es Dean Moriarty. Sólo por conocerlo merece la pena embarcarse en las páginas de este viaje, y también por darnos cuenta de que no es él el único con sed de miseria: que todos tenemos un Moriarty dentro que nos hace ver el mundo como una gran oferta de artículos de consumo.

 

Don DeLillo – Las mejores palabras del profeta

«-No os preocupéis por mí –dijo. –El hecho de que cojee un poco al andar no tiene ninguna importancia. A mis años, las personas cojeamos. La cojera es algo completamente normal cuando se alcanza cierta edad. Y olvidaos también de la tos. Toser es sano. Así mueves la porquería. La porquería no te hace daño a no ser que permanezca inmóvil en un mismo lugar durante años. Resumiendo, que la tos es buena. Lo mismo que el insomnio. El insomnio está muy bien. ¿Qué gano yo con dormir? Uno alcanza una edad en la que cada minuto de sueño es un minuto menos que tiene para hacer cosas útiles como toser o cojear. En cuanto a las mujeres, da igual. Las mujeres también están bien. Alquilas una película y disfrutas del sexo. Ayuda a impulsar la sangre al corazón. Tampoco importan los cigarrillos. Me gusta pensar que me estoy saliendo con la mía en algo. Que dejen de fumar los mormones, si quieren. Terminarían muriéndose de algo igualmente grave. El dinero no es problema. Tengo mis ingresos perfectamente organizados. Pensiones cero, ahorros cero y acciones y bonos cero. Conque no vale la pena que os preocupéis al respecto. De todo eso ya me he ocupado yo. Tampoco os inquietéis por la dentadura. Tengo unos dientes magníficos. Cuanto más sueltos están, más puedes moverlos con la lengua, y con eso la mantienes ocupada. No os preocupéis de los temblores. Todo el mundo tiembla de vez en cuando y, además, sólo me ocurre con la mano izquierda. Para disfrutar de tus propios temblores, basta con imaginarte que la mano pertenece a otra persona. Y no conviene prestar atención a súbitas e inexplicables pérdidas de peso. No tiene sentido que uno pretenda comer algo que no ve, lo que a su vez resta importancia a los ojos. Tampoco pueden empeorar más de lo que ya están. Olvidaos por completo de la mente. La mente va antes que el cuerpo, tal y como debe ser, así que no os preocupéis por ella. No le pasa nada. Preocupaos del coche. La dirección está fatal. Ha habido que revisar los frenos tres veces. Y el capó se abre de golpe cada vez que hay baches.»

Ruido de fondo (1984)
Don DeLillo

¿Asociación de ideas? Tras cuatro comentarios sobre autores con premio Nobel -pasemos página de la intervención paterna de la semana pasada-, le paso el turno al eterno aspirante. Vale, ya sé que le he comentado antes dos libros, pero es que creo que Don DeLillo debe por fin tener en sus vitrinas el premio sueco, y así se valorará no sólo lo bien que escribe, sino sus dotes proféticas. Cuando hablé de Cosmópolis, me referí al carácter visionario de este autor, que en 2003 publicaba una novela donde adelantaba una hipotética rebelión social contra los dominadores de la economía. Justo lo que hoy parece una amenaza más que probable y hace siete años, cuando lo escribía DeLillo, se veía como una total estupidez anacrónica. Como tiempos remotos que ya no volverían.

Bien, pues si por algo DeLillo tiene ganada la fama de profeta es por esta obra, Ruido de Fondo. Aquí, el autor desmenuza esas filias, fobias y temores que dominan el primer mundo, un primer mundo que somos todos nosotros. Plantea una amenaza que, el tiempo le ha dado la razón, es la madre de todas las amenazas. Un escape tóxico, un atentado terrorista a gran escala, un terremoto en cualquier ciudad occidental, inundaciones porque saltan los diques de contención en una ciudad situada por debajo del nivel del mar… todos esos desastres que pueden ocurrir, que siempre serán culpa de los humanos y sobre los que nosotros como seres individuales no tenemos ningún control, están resumidos en las páginas de Ruido de fondo. El dato que nos falta es el siguiente: el libro fue publicado en 1984, cuando aún no había sucedido ninguna de las tragedias que he comentado y que forman parte del imaginario popular.

Hoy llegan noticias de la pandemia. Esa gripe que ha sido llamada de tantas maneras nos amenaza con acabar con el ser humano, pero yo me he comprado una tele. Entonces me acuerdo de Ruido de fondo. Imaginaos meter en una turmix la más pequeña de nuestras preocupaciones y mezclarla con la mayor de las tragedias, lo mismo cada día vemos los muertos del telediario mientras nos levantamos a echar más sal a la ensalada.

Eso es Ruido de fondo. Y así describe el autor el título, en un momento cualquiera de la novela, y sin avisar: “Súbitamente fui consciente de la densa textura del entorno. Las puertas automáticas se abrían y se cerraban con un aliento abrupto. Los colores y los olores parecían más definidos. El rumor de los pies arrastrándose por el suelo emergía de entre una docena de sonidos diferentes, destacando sobre el zumbido sublitoral de los sistemas de mantenimiento, del crujido de papel de periódico producido por los clientes al consultar sus horóscopos en los diarios expuestos en la entrada, de los murmullos de las ancianas de rostro empolvado y del rítmico traqueteo de los automóviles al rodar sobre una tapa de alcantarilla demasiado holgada frente al acceso principal. Pies deslizándose. Podías oírlos con claridad, arrastrándose triste y entumecidamente por cada pasillo.”

Mejor ya paro de recomendarlo. El que quiera que lo lea, que para eso tenemos bibliotecas y librerías. Y si ya lo habéis hecho, no dejéis de comentar en el blog, que hace mucha ilusión.

W. Faulkner – Donde el lector es el intruso

«El camino: ahí lo tienes, justo hasta mi puerta. Toda la mala suerte que va y viene por él que tiene que encontrarla por fuerza. Le dije a Addie que no era ninguna bicoca vivir junto a un camino como éste, y ella, como mujer que es, dijo: «Pues ponte en marcha y vete a otra parte, entonces.» Y yo le dije que no era ninguna buena suerte, porque el Señor puso los caminos para viajar: ¿no los ha hecho todos planos y extendidos en la tierra? Cuando quiere que algo esté siempre en movimiento, lo hace alargado, como un camino o un caballo o una carreta, pero cuando quiere que esté algo quieto, en su sitio, lo hace de arriba a abajo, como un árbol o un hombre. Así que Él nunca quiso que la gente viviera en los caminos, porque ¿qué es lo que está en un sitio antes, el camino o la casa? ¿Es que alguna vez ha puesto un camino al lado de una casa?, pregunto yo. No, nunca, digo yo, porque es siempre la gente la que no descansa hasta poner su casa donde todo el que pasa en una carreta pueda escupir en el umbral, y así la gente está intranquila y con ganas de coger y largarse a cualquier sitio, cuando lo que Él quiso para ella era que se quedara quieta como los árboles o los maizales. Porque si él hubiera querido que el hombre estuviera siempre moviéndose de un lado para otro, ¿no lo habría hecho alargado sobre la panza, como a las serpientes? Es de pura lógica que sí.»
Mientras agonizo (1930)
William Faulkner

Leí Mientras agonizo porque dicen que es uno de los mejores libros del siglo XX. Casi siempre leo libros recomendados o reseñados por ahí, por aquello de no perder el tiempo. Esta teoría mía, además de mi conocida habilidad para no callarme ni debajo del agua, me han proporcionado bastantes discusiones, sobre todo con mis compañeros y mi profesor del taller de escritura. Dicen ellos que, aunque un libro sea malo, algo nos enseña y nunca es una pérdida de tiempo. Me parece bien esa opinión, pero yo que me tengo en mucho aprecio prefiero no arriesgar y aprender leyendo sólo los buenos. Si eso, cuando me los acabe todos, ya empezaré a jugármela con los demás.

Así que, tras esta innecesaria explicación, me centro en Mientras agonizo y observo que cuenta con dos ventajas: primero, las recomendaciones unánimes; y segundo, que es de William Faulkner. Puedo esperar una tragedia realista americana todavía no desprovista de lírica -con el tiempo el discurso realista en los EEUU se ha “enrudizado”, salvo jugosas excepciones que voy comentando en el blog-, ideas lanzadas al viento para quien quiera recogerlas, pocas concesiones descriptivas… Y algo de eso me he encontrado, además de muchas más cosas que no esperaba.

Está extendida una conocida mentira sobre esta novela que dice que son los personajes quienes cuentan la historia. La verdad es otra: los personajes no cuentan nada, sólo hablan consigo mismos en un intento de comprenderse. Los lectores no existen en esta historia, ¿quién los necesita? Faulkner únicamente deja la puerta entreabierta para que se puedan escuchar esas reflexiones, y a partir de ahí que cada uno recomponga la historia como buenamente pueda. Por eso hay momentos en que el lector se rebota y le dan ganas de gritar a las páginas del libro: “¡oye, no paséis de mí, explicadme de qué va esto!” Apunte snob: a esto de que los personajes piensen hacia adentro, o sea, lo que pasa en Mientras agonizo, los listos le llaman monólogo interior. Hala, ya lo he soltado. Si alguien quiere más información que vaya a la wikipedia.

“Os presento a la señora Bundren”, dice uno de los pensadores al final del libro -no digo cuál para no desvelar el chiste, aunque me temo que si alguien ha llegado hasta aquí es porque se sabe la novela-, y ahí se acaba todo. El lector da la vuelta a la página. Y a la siguiente, y a la otra. Entonces ve que es necesaria venganza y se siente en la obligación de soltarle una patada al señor Anse Bundren, o aparecerse por allí con una colt de cualquier calibre y pegar dos tiros a los dientes nuevos del hombre más rastrero que ha protagonizado novela. Bueno, quizás no le pase a todo el mundo esto de una manera tan agresiva, pero a mí sí me ocurrió.

Luego, tras pensarlo un poco, descubrí que todo era un chiste y me avergoncé de cómo se habían reído de mí. Ya más tranquilo, vi a Faulkner subir dos peldaños más en mi cielo de los escritores. Luego me levanté del sofá y coloqué este libro en la estantería de los insuperables.

Esa estantería la reservo para aquellos libros que están a la altura de los que un día escribiré yo. ¿Había dicho ya que me tengo en mucho aprecio?

Don DeLillo – Porque la crisis viene de hace mucho

«-El futuro es siempre una totalidad, una igualdad absoluta. Allí todos seremos altos, fuertes, felices -dijo ella-. Por eso fracasa el futuro. Siempre fracasa. Nunca podrá ser ese lugar cruelmente feliz en que aspiramos a convertirlo.

Alguien arrojó una papelera contra la ventanilla posterior. Kinski hurtó el cuerpo sólo un ápice, inmediatamente al oeste, pasado Broadway, los manifestantes habían erigido barricadas de neumáticos en llamas. En todo momento, en todo lugar parecía existir un plan rector, una meta. La policía lanzaba balas de goma en medio de la humareda, que ya ascendía por encima de los carteles publicitarios. Otro policía se hallaba a escasos metros, ayudando al equipo de seguridad de Eric en la protección del automóvil. No supo qué sentir a ese respecto.

-¿Cómo sabremos cuándo habrá llegado oficialmente el final de la era de la globalización?

Aguardó la respuesta.

-Cuando las limusinas extralargas comiencen a desaparecer de las calles de Manhattan.

Unos hombres orinaban contra el automóvil. Las mujeres lanzaban botellas de refrescos rellenas de arena.

-Esto es una muestra de ira controlada, diría yo. Pero me pregunto qué sucedería si supieran que el mandamás de Packer Capital se encuentra a bordo del automóvil.

Ella lo dijo con maldad, encendidos los ojos. Los ojos de los manifestantes resplandecían entre los pañuelos rojinegros con que se cubrían la cabeza y se tapaban la cara. ¿Los envidiaba? En las ventanillas blindadas a prueba de balas se pintaban grietas finas como un cabello, y tal vez pensó que le gustaría estar ahí fuera, destrozándolo todo.

-Toda esa gente trabaja para ti. Actúan de acuerdo con las condiciones contractuales que impones -dijo ella-. Si te matan, será sólo porque tú lo has permitido, con tu arrobada reticencia, como forma de subrayar una y mil veces la idea de que todos estamos a las órdenes de alguien.

-¿Qué idea es esa?

El bamboleo fue a peor. La observaba seguir los bandazos de su vaso de lado a lado, antes de dar un trago.

-La destrucción -dijo ella.

En uno de los monitores vio figuras que descendían por una superficie vertical. Le costó un momento entender que bajaban en rappel por la fachada del edificio de enfrente, donde estaban situados los visualizadores digitales del mercado de valores.

-Ya sabes lo que siempre han creído los anarquistas.

-Sí.

-Pues dímelo -dijo ella.

-El afán de destruir es un afán creador.

-Ése es también el sello distintivo del pensamiento capitalista. La destrucción forzosa. Es preciso eliminar sin contemplaciones las industrias anticuadas. Hay que reclamar a la fuerza nuevos mercados. Es necesario reexplotar los mercados anticuados. Destruyamos el pasado, construyamos el futuro.»

Cosmópolis (2003)
Don DeLillo
Ed. Seix Barral
Págs. 112-114
Cuando uno lee este fragmento en los tiempos que corren, insertos en la crisis económica más dura de la historia, con los hombres de negocios y sus secuaces siguiendo aquella conocida máxima de «coge el dinero y corre» -como mencioné en aquel iracundo post-, uno se alegra, pese a su conocido carácter pacífico, de ver que a veces hay quien también escribe reacciones violentas contra el poder establecido. Bancos ardiendo, multitudes tomando la calle, asaltos a las sedes de las principales empresas, ataques a las limusinas que inundan Manhattan… un escenario que parece cada vez menos lejos de la realidad.Pero claro, eso no pasará. Los mecanismos del sistema todavía mantienen su poder aletargador para evitar manifestaciones de ira colectiva.

Aunque, bueno, la dirección de momento parece la correcta. Algunas pistas para la reflexión.

En pleno centro de Pamplona, la rica, rancia y conservadora ciudad donde vivo, me he encontrado esa foto que pongo encima. «Abajo los bancos, arriba el sexo», dice. ¿Será obra de un graffitero que ha mostrado su desencanto sobre el sistema? Eso quiere parecer, pero a mí no me cuadra mucho. Es raro esta pintada a unos veinte metros de El Corte Inglés. Me da a mí que nos están engañando, que los intereses del autor de esa pintada son más espúreos. O sea,que es una treta comercial. Quizás como la Cocacola en su entrañable y vomitivo anuncio del viejito de 102 años. Pese a las casi seguras dobles intenciones del autor de la pintada, vamos a sacar algo positivo. Algún estudioso del marketing, en su afán por vender, se ha dado cuenta de que la gente enfoca su odio hacia un objeto determinado: los bancos. Es un dato.

Después uno mira este vídeo de youtube, donde aparecen unos activistas tirando bolas de nieve a ejecutivos de un banco británico y piensa… uy! pues algo más cerca estamos de que la gente despierte. De momento, esa manifestación se ha quedado en lo simbólico, en un inocente jugueteo que sólo quiere hacer patente el enfado de la sociedad. Cierto, pero otra vez muestra el destino de nuestra ira: el sistema financiero.

¿De ahí a que la descontrolemos -la ira, me refiero- cuánto queda? Don DeLillo publicó Cosmópolis en ¡2003!. Entonces todo iba bien en el mundo y la economía. Vivíamos como reyes -nosotros los primermundistas, todo hay que decirlo-. Y entonces ya supo dibujar una situación de clases medias venidas a menos rebelándose contra los ricos y poderosos, atacando virulentamente sus posesiones, asesinando banqueros y empresarios. ¿Cómo pudo imaginar este escenario? ¿Es DeLillo un profeta? ¿Irán las cosas tan a peor que llegaremos a ese extremo?

Carver – El fin de Chejov como nos lo habría contado él mismo

««Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwóhrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?

El doctor Schwóhrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwóhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwóhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la Historia.

Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»»

Tres rosas amarillas
Raymond Carver
Cuando murió Chejov, una parte de la literatura quedó en silencio.

Pero después de él, muchos siguieron su estela. Carver, Tobias Wolff, Henry Miller… muchos americanos hicieron suyo ese camino que muestra las miserias, los amores y los anhelos humanos sin una intención de juicio.

  • «El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen: su única tarea consiste en ser un testigo imparcial. Si oigo a dos rusos enfrascados en una confusa conversación sobre el pesimismo, una conversación que no lleva a ninguna parte, lo único que tengo que hacer es reproducirla exactamente como la he oído. Las conclusiones debe sacarlas el jurado, esto es, los lectores. Mi única tarea consiste en tener el talento suficiente para saber distinguir un testimonio importante de otro que no lo es, para presentar a mis personajes bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz»
  • Anton Chejov


Lógico, pues, que uno de los cuentos más notables de Carver esté dedicado a la muerte del gran maestro.

Philip Roth – La tortura

«-¿Y cuánta crueldad es necesaria?
-¿Para hacerte ver la realidad? ¿Para que admires la realidad? ¿Para que compartas la realidad? ¿Para llevarte allí, a las fronteras de la realidad? No va a ser cosa fácil, muchacho.

El Sueco se había preparado para no enredarse en el odio que la chica sentía por él, para no sentirse ultrajado por nada de lo que le dijera. Estaba preparado para encajar la violencia verbal y, esta vez, para no reaccionar. La muchacha no carecía de inteligencia y no temía decir cualquier cosa, de eso él estaba seguro. Pero con lo que no había contado era con la lujuria, con la incitación… no había contado con que le asaltara otra cosa que la violencia verbal. A pesar de la repugnancia que le inspiraba la enfermiza blancura de su piel, el maquillaje cómicamente infantil y las baratas prendas de algodón, quien estaba recostada a medias en la cama era una mujer joven recostada a medias en una cama y el mismo Sueco, el superhombre de las certidumbres, era una de las personas con las que él no podía habérselas.

-Pobrecillo –le dijo ella en tono despectivo-. El chico rico del pequeño Rimrock, paralizado de esa manera. Follemos, p-p-p-papá. Te llevaré a ver a tu hija. Te lavaremos la polla, te subiremos la cremallera de la bragueta y te llevaré donde está-
-¿Cómo sé que lo harás?
-Espera a ver cómo salen las cosas. Lo peor es que te cepillas un coño de veintidós años. Vamos, papá. Ven a la cama, p-p-p…
-¡Basta ya! ¡Mi hija no tiene nada que ver con todo esto! ¡Mi hija no tiene nada que ver contigo! ¡No vales ni para limpiarle los zapatos a mi hija, asquerosa! Mi hija no tiene nada que ver con el atentado. ¡Y lo sabes!
-Calma, Sueco, tranquilízate, encanto. Si quieres ver a tu hija tanto como dices, cálmate, ven aquí y échale a Rita Cohen un polvo como es debido.»

Pastoral Americana (1997)
Philip Roth
Ed. deBolsillo
Págs. 184-185
Acabo de hacer trampa. He extraído un fragmento de una novela y lo he sacado de contexto –hasta aquí todo normal en mi quehacer diario-. Pero la trampa es que éste que he transcrito desentona completamente con el tono general del libro que pretendo comentar. O sea, que quien se lea sólo este fragmento pensará que Pastoral Americana trata sobre niñas que intentan follarse a mayores, y se imaginará un mundo de drogas y vida nocturna. Nada más alejado de la realidad. Pastoral Americana trata sobre un hombre ejemplar que hace todo tan bien que la vida se le rompe en pedazos.

Es largo, el libro, y consistente. Pero atrapa desde el principio. Yo me leí sus más de 500 páginas de una sentada. Hay que decir que esa sentada fue en un avión que cruzaba el atlántico, con lo que tuve tiempo suficiente para empaparme de la historia.

Lo mejor que tiene, a mi modo de ver, es la manera en que Philip Roth introduce situaciones extremas, en ocasiones hasta inverosímiles, en la pacífica y aburrida vida de El Sueco. Una de ellas es la que aparece arriba, pero no es la única.

Dicen que el arte consiste en llevar al límite las posibilidades de la realidad. Tensar las cuerdas de la moral, la costumbre, la tolerancia humana. Si por algo es una obra maestra esta Pastoral Americana es por la naturalidad con la que la cuerda se va tensando mientras el protagonista, El Sueco, busca pistas de su hija terrorista. Por cierto, la hija es tartamuda… lo que da más idea de la crueldad del fragmento.

Tim O’Brien – Sobre la verdad en literatura

Puedes reconocer una auténtica historia de guerra por las preguntas que haces. Alguien cuenta una historia, digamos, y cuando termina preguntas: ¿Es auténtica?, y si la respuesta es importante, ya tienes tu respuesta. Por ejemplo, todos hemos oído ésta: Cuatro soldados van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos se lanza sobre la granada y «absorbe» la explosión, y salva a sus tres compañeros.

¿Es auténtica?

La respuesta es importante.

Te sentirías engañado si nunca hubiese ocurrido. Sin la base de la realidad, no es más que mera propaganda, Hollywood puro, falsa en el sentido de que todas las historias son falsas. Sin embargo, aun cuando hubiese ocurrido -y tal vez ocurrió, todo es posible-, incluso entonces sabes que no puede ser auténtica, porque una auténtica historia de guerra no depende de ese tipo de verdad. Que haya ocurrido punto por punto es irrelevante. Una cosa puede ocurrir y ser pura mentira, o puede no ocurrir y ser más verdadera que la verdad. Por ejemplo: Cuatro hombres van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos salta sobre la granada y «absorbe» la explosión, pero es una granada muy potente y todos mueren. Antes de morir, sin embargo, uno de los soldados dice: «¿Por qué lo hiciste?», y el que saltó dice: «Es la historia de mi vida, hombre», y el otro trata de sonreír, pero está muerto.

Esa es una historia auténtica que nunca ocurrió.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon
Tim O’Brien

Según Tim O’Brien, la franja entre la verdad y la propaganda no depende de lo fiel que la historia es a la realidad, sino por la necesidad que la propia narración tiene de estar apoyada por esta. Las historias de guerra no son limpias y evidentes, ni permiten extraer lecciones morales. Las historias de guerra de pérdidas, o de suciedad, son verdad por sí mismas. No hace falta que la realidad las corrobore. Por eso, cuando se lee Las cosas que llevaban los hombres que lucharon -pensabais que era Stieg Larsson el inventor de los títulos largos, ¿eh?-, uno nunca se pregunta si la historia que se relata fue real o no. No es importante saberlo.

Trata sobre la guerra de Vietnam. Sí, esa que hemos visto infinitas veces en películas. Esa. En principio pensé: vaya coñazo, un libro sobre la guerra de Vietnam. Pero no, no sólo no se hace coñazo sino que se ha convertido en un auténtico descubrimiento. O’Brien engancha al lector con actos de personas que sobreviven a un miedo permanente, uno que no se marcha cuando termina la película. En ese lugar nadie está a salvo. Ni de día ni de noche. Y es en ese opresivo ambiente donde tienen lugar las historias que relata O’Brien, todas sin duda verdaderas. Sin moralejas. Además, Las cosas que... incluye el fragmento que cito arriba, y que para mí ha supuesto una inesperada lección de narrativa.

Como todavía no he completado ninguna entrada en el blog con dos fragmentos de novela, y siempre tiene que haber una primera vez, añado otro capítulo de lectura fácil. El libro entero está compuesto por píldoras pequeñas de historias lanzadas a bocajarro, sin azúcar ni juicios.

Es de agradecer que sea así.

Una mañana de fines de julio, mientras patrullábamos por los alrededores de la pista de aterrizaje Caimán, Lee Strunk y Dave Jensen empezaron a pelearse a puñetazos. Era por algo estúpido -la desaparición de una navaja-, pero aun así luchaban con ferocidad. Durante cierto tiempo hubo un toma y daca, pero Dave Jensen era mucho más corpulento y más fuerte, y pronto pasó un brazo alrededor del cuello de Strunk y le obligó a doblegarse sin parar de golpearle en la nariz. Le pegaba fuerte. Y no se detuvo. La nariz de Strunk emitió un brusco chasquido seco, como un cohete, pero incluso entonces Jensen siguió golpeándole, una y otra vez, con rápidos puñetazos rígidos y certeros. Tuvimos que ser tres los que los separaran. Cuando terminó, tuvieron que trasladar a Strunk en helicóptero a la retaguardia, donde le arreglaron la nariz, y dos días después se reunió con nosotros llevando una férula y montones de gasa.

En otras circunstancias, aquello podría haber terminado allí. Pero estábamos en Vietnam, donde los hombres llevaban armas, y Dave Jensen empezó a preocuparse. Pero el problema estaba sólo en su cabeza. No hubo amenazas, ni promesas de venganza, sólo una tensión silenciosa entre ellos que hacía que Jensen tomara precauciones especiales. Cuando iba de patrulla tenía el cuidado de fijarse bien por dónde andaba Strunk. Cavaba su pozo de tirador en el extremo más alejado del recinto defensivo; mantenía la espalda cubierta; evitaba situaciones que pudieran dejarlos a los dos a solas. Poco a poco, después de una semana así, la tirantez empezó a crear problemas. Jensen no podía relajarse. Era como combatir en dos guerras distintas, decía. No había terreno seguro: enemigos en todas partes. Ni frente ni retaguardia. Por la noche le costaba dormir porque sentía temor; siempre estaba en guardia: oía ruidos extraños en la oscuridad, imaginaba que una granada rodaba dentro de su pozo de tirador o que la punta de un cuchillo le hacía cosquillas en la oreja. La distinción entre buenos y malos desapareció para él. Incluso en momentos de seguridad relativa, mientras los demás nos lo tomábamos con calma, Jensen se quedaba sentado con la espalda contra un muro de piedra y el arma cruzada sobre las rodillas, vigilando a Lee Strunk con ojos rápidos, nerviosos. Por último llegó al punto en que perdió el control. Algo debió de reventar. Una tarde empezó a disparar su arma al aire, aullando el nombre de Strunk, y siguió disparando y aullando hasta que vació el cargador. Estábamos todos pegados al suelo. Nadie tenía el valor de acercarse a él. Jensen empezó a recargar, pero entonces, de pronto, se dejó caer sentado y se agarró la cabeza con las manos y no se movió. Durante dos o tres horas que quedó, sencillamente, sentado.

Pero eso no fue lo más extraño.

Porque más tarde, esa misma noche, pidió prestada una pistola, la cogió por el cañón y la usó como martillo para romperse la nariz.

Después cruzó la posición hasta el pozo de tirador de Lee Strunk. Le mostró lo que se había hecho y le preguntó si estaban en paz.

Strunk asintió y dijo que estaban en paz.

Pero por la mañana Lee Strunk no paraba de reírse.

-¡Ese tío está loco! -decía-. ¡Yo le robé la jodida navaja!